lunes, 20 de agosto de 2012

MUDANZA (I)
 
 
Hace treinta días, cuando supe que me mudaría, el primero de octubre parecía muy lejano. Hoy, la fecha se acerca vertiginosamente. De a poco, con escaso tiempo, voy armando mi mudanza. Imagino de qué manera voy a colocar los muebles en la nueva casa, y recorro ferias imaginando cómo voy a armar mi estudio, es la primera vez que tendré uno, sólo para mí.
Comencé con mis libros hace unos días, y aba...
ndoné. Cada uno que tomaba, me hacía volver al momento en que lo leí, observaba anotaciones en los márgenes, pasaba sus páginas, me enamoraba otra vez de alguno de ellos, entonces los dejé. Decidí que las bibliotecas quedarán para el final.
Ahora fui por los placares. Encontré el changuito de bebé que usó Pancho, siempre lo guardé con la esperanza de tener otro hijo, y la vida no me lo dio. Me desprendo de él, en otra familia va a tener mejor uso. Junto con el carrito, estaba el bolso de maternidad y las primeras ropitas con las que lo vestí cuando nació. Se las muestro, levanta la cabeza y me dice: “¿Esa mariconada me pusiste?” (Nota mental: A los adolescentes no les enternecen esas cosas. Menos mal que no guardé su primer diente de leche o su mamadera porque me hubiera lapidado públicamente).
Los últimos ocho años viví acá y no puedo creer las cosas que he guardado “por las dudas”. Me deshice de algunas, aunque encontré un vestido negro que usé hace veinte años y despertó mi lado más frívolo. No resistí a la tentación de probármelo… ahhh, me queda y bien. Me alegré. Cosas de mujeres.
Sigo con algunas cajas, recortes, diarios viejos, escritos, papeles sin importancia, facturas de luz y gas que acarreo de otras mudanzas, carpetas. Mucho va a parar a la basura. “Demasiadas cosas”, pienso, aunque revisé una por una. Y me detuve a leer cosas que escribí, parecen escritas por otra persona. Algunas son buenas, otras, francamente horrorosas. Creo que cuentan con la impunidad que les dio el tiempo. Me pregunto si efectivamente soy otra persona. La duda queda flotando. Aunque algo me dice que sí.
Continué, quise continuar para que los recuerdos no dieran paso a la nostalgia. No tuve suerte, buscando más bolsas en el lavadero, me topé con el canasto donde dormía mi perra, Kilita. Ella murió en esta casa, después de haber sido mi compañera durante diecisiete años. Nunca me desprendí de ese canasto, fue mi manera de retenerla conmigo. Me emocioné en ese momento y lloro ahora mientras escribo.
Ya no pude seguir. Cerré las bolsas que irán a la nueva casa. Saqué al patio las que son para tirar.
Mi nuevo hogar está lleno de andamios y pasto sin cortar, éste está desarmado a medias. No estoy acá pero tampoco estoy allá. Necesito asentarme. Sólo lo hago cuando escribo. Dicen que la mudanza es una de las principales causas de stress. Afortunadamente, siempre tengo un papel, una lapicera o un teclado a mano para contrarrestarlo.

sábado, 11 de agosto de 2012

MIS DIAS DEL NIÑO.





Pensaba en el día del niño. Rememoraba los de mi infancia.  El mundo era diferente, la ilusión, la misma.
Los días previos, en la escuela, los chicos hablaban de lo que pedirían a sus padres, tíos o abuelos.  Aunque había sólo cuatro canales de TV, en las pantallas de los viejos aparatos sin control remoto, se veían publicidades de las muñecas soñadas, algunas caminaban, otras hablaban con un disquito que se ponía en la espalda de plástico.  Autitos, pelotas y pistolas para los varones de las casas.  Para ambos sexos, el Segelín y los juegos de mesa llevaban la delantera en las preferencias.
Había un extra el día del niño, la matineé en el cine de mi pueblo.  Los estrenos llegaban dos meses después que a la capital y sólo algunos privilegiados tenían la posibilidad durante las vacaciones de invierno de viajar unos cien kilómetros y verlas en los grandes cines.  Por lo tanto, la matineé de ese día tenía un gusto especial, era el condimento justo para el festejo.  El viernes previo, en los colegios, se sorteaban entradas.  Todos esperábamos ansiosos la hora de la salida cuando después del saludo a la bandera, la directora sacara el bono ganador y el premiado pasara al frente a recibirlo. 
Quienes no éramos afortunados, fingíamos indiferencia y seguíamos pensando en lo que queríamos recibir el domingo.  Imaginábamos que de alguna extraña manera, nuestras vidas con el juguete en cuestión en nuestras manos, se transformaría. 
Era tanta la fantasía, que ni siquiera se me ocurría pensar en algún tipo de decepción.
Espiaba los movimientos de mi casa.  Disimuladamente observaba si mi padre, encargado de las compras grandes, iba o venía con cajas, bolsas o cualquier indicativo de regalo.  No recuerdo que la mente pudiera distraerse con otra cosa.
Y llegaba finalmente el ansiado domingo.  Me levantaba más temprano que de costumbre y esperaba.  En algún momento de la mañana, que se hacía eterna, entraba el regalo.  Abría la caja expectante, y lo que yo deseaba nunca llegaba.  Era cambiado por algo más “útil” (odié durante años la palabra útil) o quizás más accesible (eso lo entendí mucho tiempo después).
La frustración inicial iba lentamente cambiando y de a poco me convencía a mi misma de lo bonito del juguete o lo interesante del libro (esto último, la mayoría de las veces).
Recuerdo, no sin una sonrisa, que aunque el regalo no era el esperado, restaba todavía una buena parte del día y que en un rato nomás, saldrían a relucir los vestidos domingueros, los zapatos con hebilla y las colitas ajustadas rumbo al cine a disfrutar de chocolatines y caramelos Mu-Mu, mientras unas lágrimas rodaban cuando moría la mamá de Bambi.


Liliana.