sábado, 31 de marzo de 2012

2 DE ABRIL


Liliana Machicote


Qué textos utilizar para conmemorar los 30 años de la guerra de Malvinas?

Complicada decisión, cómo escribir sobre algo que forma parte ya de nuestra historia pero que a la vez se encuentra tan enraizado entre nosotros. 
Fue hace tan poco... las heridas aún se encuentran abiertas, se escucha permanentemente.  Ya se estudia en los libros de historia, pero los recuerdos aún están frescos.

No era tan chica cuando fue el conflicto, pero no lo suficientemente grande para comprender.
Las dudas acerca de qué escribir las tuve toda la semana.  Pensaba en recordar a un par de amigos que estuvieron en la guerra y volvieron... y con el tiempo, bastante largo en un caso, siguieron sus vidas.  Pero no olvidan y están orgullosos de ser veteranos.

Por esos misterios de la vida y de la literatura, que son uno a veces, recordé las palabras que Borges le había dicho a un periodista en 1983: "Absurda", definía él a la guerra. "Estoy triste, muy triste. Mandaron a esos pobres muchachos de veinte años a morir al sur.  Tener veinte años y pelear contra soldados veteranos es algo atroz, inconcebible. Solamente en el crucero General Belgrano murieron cientos. Claro que los militares dirán que al lado de los desaparecidos esa cifra no es nada, pero no creo que les convenga ese argumento. No, no les va a convenir..."
Decidí entonces que en vez de continuar con mis dilaciones lo mejor era dejar que alguien como Borges acompañara esta entrada en conmemoración a los soldados de Malvinas.


JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD

Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Jorge Luis Borges (1985)

viernes, 30 de marzo de 2012

ENCUENTRO (completo)

Liliana Machicote

Cuando mi amigo Andrés me invitó, aprovechando que yo había ido a pasar un par de días a la ciudad, a una fiesta en una casa frente a la laguna, dudé… yo estaba allí sólo para despejarme un poco de los conflictos que me venían acompañando  desde hacía bastante tiempo en mi matrimonio.  Sabía que pronto debería tomar una decisión.  Nada grave había pasado. O si. Me sentía sola. Sin compañero.  Aquel hombre con el que me había casado, no había cambiado, seguía queriéndome,  continuaba trayéndome flores cada tanto, compartía charlas conmigo…
El problema era otro.  El problema, si es que se podía llamar así, era yo.  Había pasado el tiempo de criar a mis hijos y necesitaba otra cosa. Y eso me oprimía cada vez más.  Las sensaciones que pasaban por mi cuerpo eran muchas, desgano, tedio, y la que más me pesaba era la soledad. Y lo poco especial que me sentía, y eso dolía.
Muchas veces me había planteado si había hecho bien en casarme con él.  Era lo que todos esperaban que hiciera, y en mayor o menor medida era lo que tenía que hacer.
No había sentido por él, la pasión que sentí por alguien más tiempo antes, pero a mis veintitantos desee hacerlo, casarme; nadie me había obligado.  Y sabía poco del amor en ese momento.  Lo quería, si, mucho, es verdad.  No era esa pasión que me abrasaba, pero me cuidaba, y él me había elegido a mí para formar una familia. Aunque yo no fuera nada especial. Ni muy alta, ni muy baja, ni linda, ni fea; creativa si, pero de qué servía eso cuando yo misma había convenido con que lo mejor era que fuera ama de casa para dedicarme a los hijos.  No era poco.
El tema había surgido muy  lentamente.  Propio del  estado de aburrimiento, en palabras de mi marido, yo quería retomar mi carrera como escritora.  Tampoco era lo que se podía llamar “carrera” lo que yo había tenido de muy joven.  Me gustaba escribir, simplemente eso.  Tuve una moderada aceptación en pequeños concursos de letras y algunos de mis relatos se habían publicado en antologías destinadas a tal fin.  El caso era que quería hacerlo, y a él no le parecía.  Esto es, si quería tomarlo como hobby para mis ratos de ocio, era una gran idea.  Pero a esta edad, casi cuarenta años, parecía tonto pensar en una carrera.
Secretamente yo sabía que mi malestar, por suponer un eufemismo, no tenía que ver con eso.  Había dejado de amarlo.  Tan simple y tan complejo como eso.  Y nada que él pudiera hacer iba a cambiar mi falta de amor.  Buscaba entonces, escurrirme cada tantos días, de ese ambiente que me angustiaba y dañaba al que había sido mi compañero tanto tiempo, y me tomaba ese pequeño “descanso”, como le llamaba yo.  Sabía perfectamente que no era así.  Pero nos mentía, a ambos.
Y cada tanto, aprovechaba y fantaseaba con cruzarme con aquel antiguo amor.  Para qué, no lo sabía… qué podía decirle, es más, qué podía decirme él a mí.  Nada. Pero como suelen ser las fantasías, no tenía resolución, simplemente era una fantasía.  Por otro lado, las probabilidades de cruzarlo siquiera, eran casi imposibles, años habían pasado sin verlo.  No teníamos los mismos amigos, no íbamos a los mismos lugares.  Sabía si, que continuaba casado.  Poco más era lo que había podido hurgar en las memorias de algunos amigos que nos conocían a ambos.  Casi nadie sabía que hubiéramos tenido una relación, o algo así.
El recuerdo de aquel antiguo amor se había convertido en eso, un recuerdo.
 Acepté la invitación de Andrés para acompañarlo, seguramente allí encontraría a viejos conocidos y pasaría una velada agradable.  Como había pasado los últimos meses, era una pequeña maniobra para mi cabeza, que suponía, me ayudaba.
Llegamos, la casa era preciosa, el paisaje inmejorable.  Bonita noche de enero.  El otro lado de la laguna se veía simplemente por la ventana, las luces de la costanera se reflejaban en el agua.  Realmente, aquel era un lugar especial. Había perdido a Andrés ya, la última vez que lo había visto, estaba charlando con una linda mujer a quien yo sólo conocía de vista.  Andrés hacía un tiempo que se había separado y se había convertido en una especie de depredador de mujeres solas.  En honor a nuestra amistad de tantos años, a mi no trataba de seducirme.  Eramos amigos desde tan chicos que ninguno de los dos hubiera cambiado nuestra relación por otra simple acción pasajera.
Saludé a algunos conocidos, y con la excusa de no molestar a nadie con el humo de mi cigarrillo, decidí caminar hacia la puerta de la casa, con la intención de cruzar la calle y sentarme al borde de la laguna.  Volvería en un rato.  Las conversaciones superfluas estaban muy bien para aquella noche.
Cuando estaba por abrir la puerta, una mano se apoyó en mi hombro haciéndome girar mientras escuchaba una voz me decía: "Hola linda". Por una centésima de segundo me pareció reconocer ese tono, no había cambiado en absoluto.  Fue uno de esos instantes en los que muchas cosas pasan delante de los ojos de una persona, y dudaba en continuar mi camino o contestarle a esa voz... seguía siendo atractivo, aunque se le notaban los años. Esos ojos que antes me deslumbraban,  no por tener un color particular, si no porque eran los suyos, (es más, viéndolo ahora, eran de un color común), estaban rodeados de una generosa red de arruguitas.  "¿Cómo estás?", me dijo, como si nos hubiéramos visto la semana pasada. La simpleza de los hombres, pensé. Por un momento no supe qué responder, la sonrisa de compromiso se me borró, no pude sino mirarlo estúpidamente. ¿qué podía decirle al primer hombre que destrozó mi corazón?.  Y me dañó, y mucho.  Me dolió en aquel momento de juventud como si me hubieran arrancado un brazo.  Ya nada se podía hacer ahora. "Estoy muy bien, y vos? ", "estás bárbara" me dijo... ¡Dios! en qué estaba pensando cuando me puse esa remera negra sin gracia y apenas un poco de maquillaje para evitar los surcos de cansancio que me dejó el día largo. Bueno, me excusaba a mi misma pensando que yo no iba a  encontrarme con nadie, tan sólo quería encontrarme conmigo, para eso organizaba esos viajes express, como yo les llamaba. "Tanto tiempo sin vernos", " si claro", contesté, "unos cinco o seis años", sabiendo perfectamente que eran once. La última vez que nos habíamos cruzado fue en forma casual, prácticamente nos habíamos chocado en la puerta de la casa de una amiga, vecina al lugar donde él trabajaba en ese momento y habíamos mantenido una conversación cordial, entre dos personas que nacieron en el mismo lugar y se conocen desde hace tiempo.  Formalidades, básicamente.
Después de una serie de enormes nimiedades en esta conversación de hoy, de pronto se plantó y me dijo "tendríamos que vernos más seguido, a veces pienso que hubiera pasado si hubiéramos seguido juntos"... Ahí me di cuenta, que aquella búsqueda que yo estaba transitando, con mis dudas, mi matrimonio quebrado, mi poco coraje para cambiar el rumbo, nada tenía que ver con aquel recuerdo de un amor.  Fue quizás el tono de su voz, que no había cambiado, que era el mismo que me había partido el alma aquel otro verano hacía ya mucho tiempo.  Era yo quien debía resolver aquello.  No buscar por otro lado algo que sólo hubiera demorado mis decisiones.  Junté la poca dignidad que me quedaba entonces y le contesté: "Por Dios, nos hubiéramos asesinado mutuamente... no logro imaginármelo", fue un placer ver su gesto,  yo había dado en el blanco, él no estaba tomando bien el paso del tiempo.  Y sabía claramente lo que yo había sentido en algún momento.  Los años, evidentemente, no borraron en mí,  el daño que hizo al no haberse enamorado de mí como yo de él. Y todas esas horas en las que me había ilusionado con la idea de encontrarlo, tenían que ver justamente con eso,  sin límites, sin tabúes, simplemente con una fantasía.  Yo misma había hecho desvanecer la realidad y magnificado aquella figura que tanto mal me había hecho. Todo estaba claro ahora.
Ya resolvería sola mi conflicto, o quizás no.  En ese momento, reconocí qué era lo que debía hacer.  Eran sólo mis cavilaciones.  Mis dudas. Y él no me hacía falta. 
 Fingí pena, deslicé mi mano por su cintura, le di un beso en la mejilla susurrando, con una voz que supuso para mí de vampiresa: "qué placer haberte visto"... caminé lentamente sintiéndome especial, aunque sea por un momento...


miércoles, 28 de marzo de 2012



Los ojos de Ilsa


Liliana Machicote



En 1942 se filmó "Casablanca".  Se cumplen setenta años; tan lejos y tan cerca...
Me quedo con los ojos fijos en Ilsa.  Su mirada brilla, emocionada, entristecida, llena de lágrimas. Recuerda.  Mira al hombre que la ama.  Y yo la miro a ella.
Pienso que siempre he soñado con ser Ilsa, aunque sea por diez minutos de mi vida.
Esta lucha permanente por la libertad y el amor.  Amor desgraciado.  Rito de paso.  Amor profundo.

Me pierdo en ese pensamiento.  Me descubro.  Me he sentido Ilsa.  Aún, a veces, la reconozco en mí.
Siento esa mirada.  Que es de Ilsa y es mía.  El amor, el honor, la lealtad, acaso no confrontan en mi cabeza?
En muchas ocasiones, la soslayo, me distraigo, miro para otro lado.  Dudas, vacilaciones, ilusiones, me acompañan.
Quizás algún día me alcance.  Me espera, triste e incrédula. Lo sé. Tal vez ese día las pocas líneas de diálogo de "Casablanca" estén presentes.
He soñado con ser Ilsa.  Me he equivocado.  El sueño existe. Vívido y real.  Me siento Ilsa Lund, no todo el tiempo, pero sí una parte de él.
Vuelvo a mirar sus ojos desolados pero llenos de esperanza.
Me siento Ilsa Lund y pienso:  "siempre me quedará París..."

domingo, 25 de marzo de 2012

Crónica imposible.
 
Liliana Machicote
 
La violencia, me paraliza.  En todas sus formas. No puedo, creo, responder a gestos de maltrato físico. Me cuesta mucho escuchar agresiones. No soporto cuando son dirigidas a mí.  Me desmorono.  Puedo ser fuerte para enfrentar todo tipo de situaciones, pero no cuando hay abuso de por medio.  Siempre me he sentido sumamente afectada por los casos de violencia intrafamiliar.  Quizás sea porque durante muchos años no se podía hablar de esos temas.  Lo que tambien nos convertía en víctimas.
Hace poco escribí una historia donde golpes, gritos, humillación y desamor fueron una constante.  Dolió como si estuviera relatando parte de mi vida.  Así me había compenetrado en lo que yo misma había escrito.  Lo sentí en el cuerpo.  Me pesó hasta varios días después de haberlo terminado.
 
Todos nos conmocionamos con el asesinato de un chico de seis años a manos de su madre.  Es inadmisible, incomprensible, sólo pensar en cómo alguien pudo haber terminado con su propia sangre, su descendencia, vedar la posibilidad de trascendencia, de continuidad biológica.  Es sumamente difícil escribir sobre este tema.  Me han pedido que realice una crónica de lo sucedido. 
 
No puedo hacerlo.
 
Me declaro absolutamente incompetente para ello.  No hay explicaciones psiquiátricas que me permitan elaborar unas líneas sobre el tema.
 
Sólo puedo compartir aquí una nota firmada por Martín Kohan en el diario "Perfil" de hoy.  Quizás me/nos ayude a reflexionar.
 

horror en el country

Un tema casi tabú

Por Martín Kohan
 

Ahogar al propio hijo en aguas de bañera está mal, muy mal, es el horror, es lo monstruoso, es impensable, insoportable, pasa los límites, nos deja mudos.
Pero tirar del pelo al propio hijo hasta hacerlo gemir, aunque no está tan mal, también está mal.
Y pellizcar al propio hijo en brazos o piernas hasta hacerlo llorar no está tan mal, pero también está mal.
Pegarle un bife o bofetada al propio hijo, para hacerlo por ejemplo callar, no está tan mal, pero también está mal.
Surtirle un mamporro en nuca o en espalda para que haga caso o para que se calme o para que entienda de una vez por todas, no está tan mal, pero también está mal.
Patearle los tobillos para ponerlo un poquito en caja no está tan mal, pero también está mal.
La agresión hacia los chicos por parte de sus propias madres es un aspecto no tan comentado, más bien acallado, acaso tabú, cuando se habla de violencia doméstica o de maltrato familiar. Los chicos no pueden por sí solos pedir una entrevista a un psicólogo para ir a hablar de lo que les pasa y que alguien los ayude con eso. Los chicos no pueden por sí solos dirigir sus pasos a la comisaría más cercana. Y a veces no saben, a veces no les avisan, que nadie pero nadie tiene ningún derecho a pegarles; tampoco mamá.“A mí me va a doler más que a vos”, se suele decir en esos casos. Pero es mentira.

sábado, 24 de marzo de 2012

Recordar

Un cuento de Antonio Dal Masetto

Recuerdo cierta noche de verano de 1985 cuando en un bar del Bajo, desde otra mesa, alguien me preguntó: "¿Leyó el Nunca Más?". La voz pertenecía a un anciano que tenía un cuaderno abierto delante de él. Había estado escribiendo, usaba lentes de vidrio muy gruesos y parecía que tuviera dificultades para descifrar sus propias anotaciones. Dijo: "Registran 8.960 desaparecidos, hombres, mujeres y chicos, casi 9.000, pero seguramente son muchos más y es probable que jamás se sepa la cantidad real". Yo asentí. El anciano insistió. "¿Esa cifra le dice algo? ¿Sería capaz de imaginar 9.000 pares de zapatos?". "No, creo que no podría", dije. El anciano se concentró un momento en su cuaderno y volvió a hablar. "¿Sería capaz de imaginar 9.000 cuerpos?". Dudé nuevamente; contesté: "Tal vez pueda imaginarse una concentración de 9.000 personas vivas, en una plaza, en la calle, en una cancha de fútbol, pero no de otro modo". Y el anciano: "Estuve haciendo algunos cálculos. Intenté pensar en 9.000 cuerpos acostados en el suelo, uno a continuación del otro, la cabeza de uno contra los pies del siguiente: ¿Tiene idea de qué distancia podrían llegar a cubrir?". "No podría decirlo", contesté. "Supongamos que colocamos el primer cuerpo justo en la entrada de la Casa de Gobierno a partir de los dos granaderos, y desde ahí hacia el oeste, todos los demás; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿sabe adónde llegaríamos?". "No lo sé". "¿Quiere seguirme en el recorrido?". Asentí. El anciano: "Avanzamos por la Plaza de Mayo, bordeamos el monumento a Belgrano, la Pirámide, los canteros florecidos, desfilamos ante la Catedral y su antorcha, el Cabildo, alcanzamos la Avenida de Mayo; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me sigue?". "Lo sigo". "¿Prefiere que tomemos por la vereda de los números pares o impares?". "Lo que usted diga". "Dejamos atrás la Municipalidad, cruzamos Perú, algunas librerías, negocios, bares y alcanzamos la 9 de Julio, ¿estamos?". "Estamos". "En la primera plazoleta pasamos frente a las dos figuras femeninas que simbolizan la Virtud y la Sabiduría: más allá, enfrente, la ridícula caricatura del Quijote; recorremos las últimas cuadras de la Avenida de Mayo; después viene El Pensador, la fuente, las palomas, el edificio del Congreso, El Molino; seguimos por Rivadavia y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me está acompañando?". "Estoy". "El café de los Angelitos, negocios, negocios, negocios, el último tramo antes de llegar a Pueyrredón y su aspecto de mercado persa; Plaza Miserere y sus árboles, la bajada de Rivadavia, Medrano, la confitería Las Violetas, bancos, inmobiliarias, agencias de automotores, bocas de subte, testimonios de una ciudad civilizada, avenida La Plata, Parque Rivadavia, el monumento a Bolívar, avenida José María Moreno, pizzerías, negocios, negocios, negocios y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me sigue?". "Lo sigo". "Caballito, las rejas de la terminal del subterráneo, Rivadavia que se convierte en doble mano, el cielo que se amplía arriba, los edificios de departamentos más espaciados, Donato Alvarez, Boyacá; y solamente llevamos recorridas unas sesenta cuadras; alcanzamos Plaza Flores, la vieja iglesia, Nazca, mueblerías, casas de antigüedades, los barrios tranquilos que se desgranan a ambos costados de la avenida, las vías del ferrocarril que se entreven a cien metros y nosotros siempre con los cuerpos, ¿los está viendo?". "Los veo". "Cruzamos Segurola y ya estamos a la altura ocho mil quinientos; inmediatamente se suceden una serie de calles de nombres gratos: Virgilio, Dante, Víctor Hugo, Manzoni, Leopardi, Molière, Byron, llegamos al once mil seiscientos de Rivadavia, exactamente la última cuadra antes de la General Paz, se nos acabó la Capital y podríamos seguir del otro lado, por la Provincia; y siempre la cabeza de uno contra los pies del siguiente, ¿me estuvo siguiendo?". "Lo estuve siguiendo". "Este trayecto y un larguísimo tramo más es lo que se podría cubrir con 9.000 cuerpos". A esta altura el anciano calló. Se sostuvo la cabeza con ambas manos, se dobló sobre la mesa y era como si realmente lo hubiese deshecho el esfuerzo de esa caminata. Eso es lo que recuerdo de aquella noche.
Por qué cantamos
M. Benedetti y A. Favero

Si cada hora vino con su muerte,
si el tiempo era una cueva de ladrones,
los aires ya no son tan buenos aires,
la vida nada más que un blanco móvil
y usted preguntará por qué cantamos...


Si los nuestros quedaron sin abrazo,
la patria casi muerta de tristeza,
y el corazón del hombre se hizo añicos
antes de que estallara la vergüenza
Usted preguntará por qué cantamos...


Cantamos porque el río está sonando,
y cuando el río suena suena el río.
Cantamos porque el cruel no tiene nombre
y en cambio tiene nombre su destino.
Cantamos porque el niño y porque todo
y porque algún futuro y porque el pueblo.
Cantamos porque los sobrevivientes
y nuestros muertos quieren que cantemos.
Si fuimos lejos como un horizonte,
si aquí quedaron árboles y cielo,
si cada noche siempre era una ausencia
y cada despertar un desencuentro
Usted preguntará por qué cantamos...


Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la Vida
y porque no podemos, ni queremos
dejar que la canción se haga cenizas.
Cantamos porque el grito no es bastante
y no es bastante el llanto, ni la bronca.
Cantamos porque creemos en la gente
y porque venceremos la derrota.
Cantamos porque el Sol nos reconoce
y porque el campo huele a primavera
y porque en este tallo, en aquel fruto
cada pregunta tiene su respuesta...

"Canciones del desexilio", 1983


24 de marzo de 1976 / 24 de marzo de 2012

Ni olvido ni perdón JUSTICIA 

jueves, 22 de marzo de 2012

EL MIYU Cuento (parte final)



Corrió un mes entero y  no pasaba nada. El Miyu estaba cada vez más gordo y dormía cada vez más, pero de cumplir con el cometido indicado, nada. Ya empezó a ligarse alguna que otra patada y se le comenzó a retacear la comida porque alguien dijo que si el gato recibía alimento abundante todos los días no iba a atrapar nada porque los gatos se movían por hambre.  Lo que nadie sabía era que por las noches el gato se metía en el patio de la casa de al lado donde tenían un perro y le comía al vecino los restos de carne que quedaban  en la cucha del perro, por lo tanto cuando salía El Miyu a dar su habitual paseo nocturno volvía  con el hambre satisfecho y si no le daban ese día de comer en la pensión, la verdad, poco le afectaba.
Pero las patadas de los disgustados pensionistas ya eran más frecuentes, “-gato inútil, te trajimos para  que te comieras el ratón, no para hacer turismo!, un día de estos te carneo, te pelo y le digo a los demás que el ratón era más grande de lo que pensabamos-“.  Si los gatos se pudieran poner pálidos, así se puso El Miyu, sobre todo porque la amenaza Valentina se la hizo blandiendo un gran cuchillo de cocina.  No se sabe si el gato entendió las palabras pero el tono de voz y el gran cuchillo en la mano eran más que elocuentes.

Se complicaba la posición del gato dentro de la casa. Esa noche el ratón hizo su gran aparición una vez más a comerse el pedazo de queso de la trampera, como venía haciendo todas las noches y se iba directo al costado del tarro de los residuos de la cocina.  El Miyu descansaba al pie de la escalera del patio que llevaba a las piezas de arriba.  El ratón se dirigió a la trampera y cuando hubo tenido el queso en la boca se alejaba rapidamente con tanta fortuna que empujó el tarro  que  estaba mal apoyado y el balde se cayó.  Como los gatos tienen el sueño liviano, El Miyu se despertó y salió hacia la cocina para curiosear. Los gatos siempre que escuchan un ruido diferente a los comunes van a ver que nueva cosa está pasando. El ratoncito en tanto se había quedado duro por la caída del tarro,  no atinaba a moverse para ninguna parte, tal vez se había asustado, o tal vez sólo era el preámbulo de lo que pasaría minutos después.  Menudo susto que se dió El Miyu cuando entró a la cocina y vio todo tirado y algo que se movía detrás de la pila de basura tirada, se acercó sigilosamente a observar y justo saltó la ratita.  Los bigotes del gato se le pararon y las pupilas se dilataron.  Comenzó a retroceder lentamente.  El Miyu en su vida había cazado un ratón, nada le era menos interesante.  El tema era que si bien en el almacén de Chicho había ratones, él nunca había cazado ninguno porque a la noche siempre aparecían por un agujero en la chapa de la parte trasera del depósito un par de gatos de esos bien flacos y con orejas largas que se suelen ver en la calle, cuyo su aspecto denota que no tienen dueño, pero con mucha necesidad de comer algo, entonces eran  ellos los que se hacían cargo de los roedores. Cuando escuchaban el ruido de la pesada cortina metálica del comercio con la que se anunciaba la llegada de Chicho temprano por la mañana, desaparecían los hambrientos felinos, y volvían a aparecer al día siguiente. Ese era el gran secreto del “gran cazador”.  Por supuesto el gordo gato negro con manchas blancas se llevaba las palmas y el agradecimiento del contento Chicho.

La situación no podía estar peor, El Miyu paralizado de terror y el ratón, en verdad la pequeña ratita, se iba acercando  cada vez más.  La tensión del pobre gato aumentaba, cuando los gatos están a punto de cazar mueven la cola y abren la boca como si quisieran maullar pero no pueden, pero nada de eso hacía El Miyu.  Ni siquiera atinaba a retroceder como había sido su primera reacción. La rata se acercaba más y más. Se paró frente al paralizado gato, miró fijamente, si es que los ratones pueden sostener la mirada, movió un poco la larga cola gris y se desplomó.  El Miyu se quedó ahí, el roedor tirado en el piso con el pedazo de queso en la mano. Por algún extraño motivo la presa había muerto, yacía en el piso de la cocina y parecía mucho más pequeño de lo que era.  La situación no podía ser más llamativa, el ratón muerto por muerte natural y el gato inmóvil mirando el cuadro.

A la mañana siguiente todo seguía igual. El Miyu no había podido ir a ninguna parte y se había quedado esta vez si, dormido profundamente. La impresión había sido mucha, el ratón estaba muerto y él no había tenido nada que ver.  En eso apareció La Morocha, que venía a la cocina a calentar una poco de agua para tomar unos mates antes de salir para el trabajo, abrió la ventana y comenzó a los gritos, el gato se despertó y salió corriendo asustado por los gritos de la mujer y de los otros que venían a ver que pasaba, apareció Don Walter corriendo en calzoncillos y María bajaba las escaleras corriendo.  Doña Vale salía envuelta en un salto de cama a ver que era todo ese escándalo. –“El Miyu mató al ratón”- gritaba María, Don Walter estaba apoyado en la pared porque aún muerto el animal le seguía dando impresión, -”Ha visto, ha visto- decía la dueña de la pensión – ya le había dicho yo que Chicho no se podía equivocar que El Miyu lo iba a agarrar”.  –“Milagro que no se lo ha comido- decía La Morocha- Se ve que lo sacudió de tal forma que lo mató pero este gato hambre no ha pasado...”- dijo mirando a Valentina en tono de reproche.  Apareció La Marta y dio una de esas explicaciones que solía dar sobre algo que había visto en televisión acerca de los gatos.  Mientras tanto El Miyu se había acercado un poco al grupo pero aún se mantenía distante.

Si le hubiera alguien hecho la autopsia al ratón, habían sabido que murió de un ataque al corazón y que probablemente ni siquiera era por haberlo visto al gato, tal vez un corazón viejo, tal vez un corazón cansado de correrías nocturnas, nunca se sabrá.

Cerquita del mediodía de ese agitado día, llegó Chicho avisado por la dueña de la casa de lo sucedido, -“le dije!, yo ya le había dicho que El Miyu no nos iba a fallar, es de ley este”, decía henchido de orgullo.  Abrió la bolsa para llevárselo pero los agradecidos habitantes de la casa le rogaron que por esta vez lo llevara alzado como a un bebé la media cuadra que separaba la casa del almacén, –“la verdad que se lo merece, tardó pero cuando lo hizo lo hizo bien”-.  Y ahí se fue El Miyu convertido en un héroe involuntario, en brazos de Chicho y cubierto de caricias que hasta el más reacio le quiso hacer antes de que se fuera, caminando despacito por la vereda y quietito sin moverse ni siquiera cuando pasó un colectivo que hizo sonar la bocina al llegar a la esquina.

La vida en la pensión de Doña Vale siguió, la vida de El Miyu también, los felinos socios nocturnos seguían viniendo cada noche al depósito y él seguía llevándose las palmas, pero el pobre seguía sufriendo cada vez que veía a su dueño acercarse al lugar donde estaba durmiendo con la bolsa para las compras por temor a que algún día lo llevaran a otra parte donde finalmente tuviera que cazar a un ratón.

miércoles, 21 de marzo de 2012

EL MIYU. Cuento. 2da parte

La pensión de Doña Vale no ofrecía comida pero los inquilinos tenían disponibilidad,  siempre que fuera en un horario prudente, de la cocina de la casa, en la que podían sea cocinar, calentar agua o guardar alimentos en la heladera, nueva en algún momento pero   que hoy, si bien enfriaba, quedaba un poco extraña al ocupar tanto lugar, sin freezer y con esa gran manija en la puerta que  se debía girar para abrir,  y después cerrar con un golpe porque era tan pesada que quedaba abierta y el frío se iba y el hielo se descongelaba.  Más de una discusión ocasionaba la vieja heladera. Cada inquilino se ocupaba de guardar sus alimentos o las sobras de  los mismos, bien en un pote de esos de plástico o, bien en una modesta bolsita, el problema aparecía cuando algún amigo de lo ajeno decidía que las sobras de otro pintaban buenas y decidía incolsultamente llevárselas; algunos de los  habitantes del lugar decidían no quejarse pero los más quisquillosos presentaban enseguida las quejas a Doña Vale o Don César y entonces ahí era cuando los destemplados gritos inconfundibles de la dueña se empezaban a escuchar en el medio del patio, tratando de descubrir con este método quien había sido el culpable. Nunca se sabía, pero quedaba de sensación de que todos eran responsables.

Con el tiempo la casa se había empezado a deteriorar, si bien cuando Don César recibió la buena nueva que comenzaba a cobrar la merecida jubilación desde Italia, decidieron ampliar el inquilinato, haciendo unas piezas en la planta alta, los malos negocios en que el hijo comenzó a embarcar a su pobre padre hicieron que rindiera muy poco la importante suma que llegaba desde su  tierra natal, por otro lado la salud de Don César comenzó a resquebrajarse  y una diabetes descubierta tardíamente a su esposa hacían que el dinero les fuera cada vez más escaso. En tanto se rompían los baños, se caía la pintura de las paredes y el mantenimiento del viejo lugar se hacía pesado. No obstante esto, la pensión de Doña Valentina era un lindo lugar para vivir, el patio si bien no muy grande estaba lleno de plantas y se cubría de flores en primavera, era un bonito barrio cerca de todo, y por lo general la gente que allí iba a vivir, después de un exhaustivo interrogatorio al que era sometido como condición de ingreso, era buena gente. Doña Vale se jactaba cuando relataba a cada nuevo habitante “en esta casa no entran borrachos ni drogadictos” y aclaraba siempre que además “el que no paga en fecha se manda a cambiar”, sirviendo  más que como una referencia, como una amenaza para el potencial inquilino.

Uno de los problemas más grandes se suscitó cuando debido a un  baldío pegado a la casa, sumado a los viejos pisos de madera de la construcción apareció un ratón, mejor dicho una ratita pequeña en la casa.  Un día Don Walter, el jubilado que ocupaba la pieza cuatro de la planta baja, casi se cae muerto cuando estando en el patio lavando ropa en el piletón, algo le hizo cosquillas en los pies y miró hacia abajo y vio según él, una cola tan larga que pensó que era una culebrita, de esas que se ven en el campo, inofensivas si, pero para quien no acostumbra a vivir por la zona suele pegar flor de espantada. El asunto fue que al pobre viejo casi le da un ataque al corazón, se quedó duro y pálido como una hoja de papel.  Suerte que en ese momento pasaba para el baño La Morocha,  que vivía arriba y como ese día tenía franco en la casa de su patrona, aprovechó para levantarse un poco más tarde y se iba para el baño con los utensilios necesarios para retocarse las raíces de pelo. Ahí fue cuando lo vio a Don Walter temblando  como si se hubiera cruzado al mismísimo demonio y tambaleante tratando de emitir algún sonido. Cuando el viejo no le contestó el saludo, La Morocha se extrañó y se dio vuelta para mirarlo mejor, cuando se encontró con semejante cuadro empezó a gritar diciendo que a su compañero de casa le estaba dando un ataque.  Los gritos fueron tales que todos empezaron a salir de las piezas. Es verdad que a veces había discusiones entre los vecinos, fuera por la cocina o el tiempo se usaban el baño, pero también era muy cierto que todos los que de alguna manera se encontraban hermanados por tener que vivir ahí en vez de conseguirse un lindo departamento y eran muy solidarios, y cuando algo le pasaba a otro todos corrían y estaban dispuestos a ayudar.  Doña Vale corrió con un vaso de agua, María, la de la pieza ocho quería llamar un ambulancia, Ernesto, el eterno buscador de trabajo con poca suerte, trajo una silla y la nuera de Doña Vale, La Marta, pues a la sazón el hijo se había casado y vivía con su esposa allí, trataba de hacerlo  hablar al viejo,  diciendo que había visto por la televisión que cuando alguien tenía un ataque debían hacerlo hablar para que no se convirtiera en algo peor. A alguno le pareció algo raro lo que La Marta decía pero  en ese momento nadie tenía interés en discutir conocimientos médicos. Cuando por fin Don Walter comenzó a recobrar los colores pudo explicar que le había pasado, una vez que dijo que originalmente creyó haber visto una culebra pero que después cayó en la cuenta que en realidad lo que había visto era un ratón, La Marta, María y La Morocha comenzaron a proferir más gritos, el escándalo era cada vez más grande y por un momento se pensó que al viejo le iba a dar otro ataque, (más tarde explicaría que por una mala experiencia cuando era chico donde su padre lo había encerrado en el sótano de la casa natal donde había más de un roedor, desde ese momento había desarrollado una fobia tal a esos animales, que no podía tolerar ni siquiera verlos en la foto de una revista).  La dueña de la pensión trataba de calmar los ánimos con poca suerte, las mujeres estaban embravecidas por la supuesta presencia del ratón en la casa y la posibilidad de cruzárselo en cualquiera de los rincones por sonde pasaban las hacía enojarse aún más.  Salieron entonces a relucir todos los problemas con que se encontraban los pensionistas todos los días, que la puerta de entrada estaba rota, que costaba poner la llave y se trababa dejando a más de uno afuera, que  las paredes de la piezas estaban descascaradas por la humedad, que dos baños era muy poco para las cinco piezas del piso de abajo, que el inodoro se tapaba con frecuencia y nadie lo arreglaba, pero que ahora con lo del ratón ya era demasiado, -“Quien sabe cuantos habrá”, dijo una de la mujeres, -“Y, -dijo otra- está infestado seguro”- , a lo que La Marta agregó –“Yo escuché en la televisión que nacen de cada ratón 30 hijitos por mes, así que calculen”.  Nunca se supo de donde sacaba este tipo de información la nuera de la dueña, pero alguno se quedó aquel día pensando que seguro que del mismo canal donde vio aquello  de que a los que tienen un ataque hay que hacerlos hablar.
                                                                                                                                                  
Los días corrieron y el amigo roedor hizo dos apariciones públicas más pero por suerte fue de noche cuando Doña Vale se levantaba a dar una vueltita por el patio para ver si todo estaba en orden por la casa y para vigilar que ningún visitante de los inquilinos se hubiera quedado a dormir sin su consentimiento.  La costumbre le había quedado de su marido, que era quien se ocupaba de esto antes, pero para la fecha Don César hacía ya dos años que había dejado este mundo, tenía casi ochenta y seis años al momento de su fallecimiento  y la edad y una neumonía le habían jugado una mala pasada  y todos los que lo conocían habían sentido mucho  su muerte, era un  poco rezongón pero bueno  y Doña Valentina había quedado a cargo de todo, apenas contaba con la ayuda de su nuera, una buena chica y trabajadora pero que no tenía demasiado tiempo porque criaba dos hijos pequeños y estudiaba en la escuela nocturna para recibirse de bachiller.  El hijo decía que tenía un trabajo como encargado de una tornería, pero los escasos conocimientos, por no decir ninguno, que tenía él acerca del torno y las veces que se quedaba durmiendo sin levantarse hasta pasado el mediodía hacían pensar o que se trataba de un taller donde se trabajaba  muy poco o que en realidad el que no trabajaba era él.  El tema fue que en estas salidas nocturnas de la señora fue cuando se cruzó con el ratón, ella no le tenía ningún miedo, cuando ella era chica en el campo donde se crió había  y nunca les había tenido la mínima aprehensión.  El nuevo habitante de la casa era bien escurridizo y a pesar que había intentado correrlo con una escoba se le había escapado. Sabía que en algún momento alguno de los pensionistas lo encontraría y comenzarían las quejas otra vez y eso no convenía, además del mal momento, la amenaza de irse estaba latente y si hacían correr la noticia espantaría a posibles candidatos a ocupar las piezas.
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El punto era que la casa tenía pisos de madera y si bien no tenía sótano como todas las viejas casa de la ciudad entre el piso de madera y   la carpeta quedaba un espacio y por allí corría una noche el ratón cuando La Morocha lo escuchó, eran como pequeños golpecitos y una corridita  rápida pero fue suficiente para que la mañana siguiente antes de irse a trabajar le presentara las quejas a la propietaria y a la tardecita cuando volvió se ocupó de poner en autos a los vecinos. Cada vez que nombraban al animal a Don Walter se le iban los colores y se apoyaba en la pared del patio porque comenzaba a tambalearse con la sola mención. El problema se iba a hacer más grande. Doña Valentina lo vislumbraba cada vez que salía al patio y veía  a dos o tres pensionistas susurrando y se callaban cuando ella llegaba. –“Pensar que estos se matan cuando uno le saca las cubeteras de hielo al otro y ahora están tan amigos”, reflexionaba. Sabía que tenía que tomar alguna medida.
Averiguó el precio de los raticidas en la ferretería y le parecieron excesivos, le preguntó al empleado si no había algo más económico, no quería invertir demasiado,  últimamente cuidaba mucho el dinero, sabía que no sobraba y no podía cobrárselos aparte a los inquilinos, aunque esa idea se le cruzó por la cabeza.  Le hablaron de la trampa tradicional, la trampera pero tenía que ponerle queso y la verdad que se había convertido en estos tiempos en un artículo suntuoso, pensaba que si lo compraba era para ella no para el ratón.
Se decidió entonces por los “venenos caseros” que le había recomendado una vecina de esas que nunca faltan en el barrio, que se enteran de todo y que como no iba a ser de otra manera se había enterado del acontecimiento de la cuadra que era “que lo de la Vale se había llenado de ratones”. La vecina comedida le dijo que si ponía en cada rincón de la casa una rodaja de pepino y le pinchaba un palillo con una hoja de laurel atravesada eso era suficiente para que “los ratones” se fueran en busca de otras casas, no se morían pero se iban.  Como era realmente barato la idea la convenció y ese mismo día estaba preparando la receta de la vecina, no se sabe qué era lo que supuestamente ahuyentaba a los ratones, si el olor del laurel, si mordían el pepino y no les gustaba, o si algún designio los hacía huir de sólo ver el preparado.  No se supo y no se sabrá   pues al animalito no pareció hacerle mella  pues seguía correteando por la casa alegremente, burlándose del  mágico preparado.
                                                                                                                                                  
El asunto se puso espeso cuando La Morocha disgustada anunció que a fin de mes se iba. Unos días habían pasado sin que se escuchara queja alguna pero una fría mañana de julio entró a la cocina de la dueña y aclaró que contra los vecinos no tenía reclamo pero que había ya soportado muchas cosas en pos del cariño que le tenía a la familia propietaria de la casa pero que lo del ratón era demasiado, significaba que allí había suciedad –“...si no los ratones no le entran, doña Vale...”. Había conseguido por recomendación de la casa donde hacía los quehaceres una pensión que si bien era un poco más cara, era limpia, limpia, limpia.  Lo repitió porque así causaba más efecto.  La dueña le pidió, casi le rogó, que no se   fuera, que le diera un par de días y que ella  iba a resolver todo esto.

Decidió al fin gastar unos pesitos más e intentar con la trampera, haría el sacrificio, compraría queso y al fin... el problema estaría finiquitado.

Después de varios intentos fallidos preparando la trampa, hasta en uno de ellos se atrapó los dedos, la colocó en un lugar estratégico, detrás del tarro de los residuos en la cocina, al lado había un sumidero no muy bien tapado y se aseguró a ella misma que por allí saldría la bestia que tantos disgustos le estaba dando y                            
“listo el pollo, pelada la gallina!”.

Pasaron los días que le había prometido a La Morocha y el alegre ratoncito seguía con sus andanzas. La Morocha empezaba a mirarla mal y volvieron las reuniones en el patio. Trataba Doña Vale de ni siquiera ir al patio para no cruzarse con los inquilinos, es más, uno de los inquilinos le fue a pagar el mes de alquiler y le pidió a La Marta que lo atendiera para evitar una nueva queja. De noche seguían escuchándose los ruidos debajo de la madera pero de atrapar a la bestia, nada.

La a esta altura mortificada dueña fue al almacén de Chicho. Chicho se caracterizaba por, según los vecinos, saber de todo, siempre se estaba enfrascando con algún habitué en discusiones sobre política, religión o cómo  podar una planta, pasando por cómo defenderse de ataques de un ladrón o a qué escuela debían ir los chicos. Chicho sabía de todo y entonces Doña Vale le explicó el problema que tenía pidiéndole por supuesto la reserva del caso, no   fuera que se le espantaran más inquilinos. –“No  se preocupe, que mañana le llevo la solución” -,  dijo. Valentina se fue a su casa,  esperanzada  tratando de  ese día poder conciliar el sueño que le venía siendo esquivo por ese tiempo, las pastillitas rosas que le había recetado el médico de la obra social –“para poder descansar mejor”- le había dicho, no estaban dando resultado.

A la mañana siguiente Chicho apareció con una bolsa de esas    que se usan para las compras en  la feria de las verduras, entró a la cocina de la casa, ante la sorprendida  dueña que veía que la bolsa se      movía  agitadamente.  Más grande fue su sorpresa cuando al abrirla  salió un gordo y asustado gato negro con manchas blancas. –“Acá tiene su solución, Doña Vale, El Miyu.  A este gato lo tengo en el depósito de atrás del almacén donde guardo la mercadería y le juro Doña Vale que no hay ratón o rata  que El Miyu no haya agarrado. Desde que apareció solito en el depósito cuando era chiquito, me ocupo de darle comida y el se ocupa de las ratas.”- Después que le contó todas las bondades de El Miyu le dijo que se lo dejaba hasta que solucionara “el problemita” y después que le avisara y en la misma bolsa con que lo había traído, lo venía a buscar.

El pobre gato después que se le pasó un poco el susto del encierro en la bolsa y el traslado, sabido es que a los gatos les gusta trasladarse de un lugar a otro pero no con este método, salió a inspeccionar un poco. Suerte que entre los pensionistas no había nadie que le tuviera temor o alergia y rapidamente todos se fueron aclimatando al nuevo inquilino.

Tenía suerte El Miyu, con la esperanza que hiciera su trabajo todo el mundo lo trataba bien y alguno hasta con cariño cuando entraban a las piezas y se lo encontraban durmiendo arriba de la cama muy comodamente.  Dicen que los gatos duermen 18 horas por día, pues bien, El Miyu dormía veintidos.  Se lo estaba pasando a lo grande, comía, dormía, nadie lo pateaba, como a veces le pasaba en el almacén cuando se ponía un poco exigente porque se olvidaban de darle su alimento diario, estaba relajadísimo.

   Las apariciones de la ratita seguían existiendo, cada vez con más frecuencia y lo único que se había visto cazar a El Miyu era alguna que otra cucaracha.  En realidad cazar es una expresión, lo que hacía era jugar un poco con el insecto, sacudirlo de acá para allá, colocarse en posición de caza, esperarlo cuando se metía detrás de alguna maceta, hasta que la cucaracha quedaba inmóvil, entonces cuando se acababa  la diversión se retiraba nuevamente a reposar.  Curiosamente nadie se había quejado jamás por las cucarachas así que la verdad poco le importaba a nadie las andanzas del gato con los insectos.

Corrió un mes entero y  no pasaba nada. El Miyu estaba cada vez más gordo y dormía cada vez más, pero de cumplir con el cometido indicado, nada.

martes, 20 de marzo de 2012

EL MIYU. CUENTO (primera parte)

 

 Liliana Machicote


No era una de las típicas pensiones  que habían proliferado en los últimos años en los barrios de capital federal.  Se los llamaba eufemísticamente “hospedaje de pasajeros”, si se encontraban por los alrededores de los barrios como Constitución, Once y Retiro donde bajaban de los trenes todos los días cientos de personas que venían del interior del país   buscando un futuro mejor en la capital, las expectativas que tenían en sus provincias sin trabajo y sumidos en la pobreza eran pocas.  El aparato que muchas familias tienen en sus casas, por humildes que sean, y frente al cual forman un semicírculo, dejaba marcado en sus retinas lo que las pantallas ofrecía, las imágenes de otro mundo, Buenos Aires, donde los artistas, decían, pululan por las calles, donde la riqueza se concentraba y  los grandes restaurantes y confiterías se encuentran siempre llenos por gente bien alimentada, bien vestida  y que  habla bien. Esas imágenes acompañan al viajero hasta el momento en que desembarcan en la gran urbe y con el correr de las horas se dan cuenta que las imágenes del aparato eran sólo de una parte, pero ya están acá y el destino, o Dios, según sea su creencia, los acercará, suponen, a aquello con que sueñan.

De todos modos la pensión de Doña Valentina, no era como esas pajareras donde se amontonan sueños, provincianos y algunos  venidos de países cercanos.  Era otro tipo de lugar.  Doña Valentina y su esposo, Don César, para quienes lo conocieron, eran  los dueños de  una otrora linda y gran casa, con unas 7 o 8 habitaciones.  Hubieran querido tener muchos hijos, pero su marido  que ya era mayor cuando había llegado de Italia después de la guerra, había sido afectado por una bala en un lugar que su mujer nunca mencionaba pero que se ocupaba de señalar cerca de su entrepierna cada vez que alguien le preguntaba el por qué de la pequeña familia.  Habían sido bendecidos con la llegada de uno, que a la sazón sólo les había dado disgustos, según decía su madre, por su falta de apego al trabajo.  “Es bueno, el problema es que ve una pala y dispara para otro lado”, era la frase favorita que esgrimía Doña Vale, como la conocían todos, con esa tonada tan graciosa que le otorgaba haber nacido del otro lado de la cordillera y que aún mantenía a pesar de haber venido  a la Argentina hacía ya más de 50 años.

El tema fue, que como tenían esta casa grande y el dinero no sobraba, hacía ya unos veinte años habían decidido darle alojamiento, previo pago, a una muchachita que había llegado de Perú para trabajar “en lo que se pudiera”, decía.  Finalmente la peruanita, después de recorrer oficinas y cientos de casa de familia donde pedían “niñera para cuidar niños pequeños y tranquilos” y después se encontraba conque los niños pequeños eran adolescentes tremendos, y de tranquilos muy poco, además debía fregar de la mañana a la noche por un demasiado magro sueldo, entonces había decidido dedicarse a una actividad a la que Doña Vale consideraba poco menos que satánica y por demás deshonrosa, por lo que una tarde cuando la peruanita apareció en el patio, después de reponerse de una larga noche de trabajo, los gritos de la dueña de la casa, dicen que se escucharon en toda la cuadra, hicieron que la peruanita tuviera que marchar en busca de mejores horizontes, o por lo menos  de otro alojamiento.

La cuestión era que  ya se habían acostumbrado a tener una persona más en la casa  y los dinerillos que puntualmente les pagaba su inquilina les eran necesarios, fue entonces que decidieron hacer correr la voz en el  barrio de que tomaban inquilinos a un módico precio, repetía Don César, recordando lo que su mujer le había indicado que dijera.

Las caras fueron cambiando con el correr de los últimos veinte años, pero siempre se las arreglaron para tener dos o tres personas permanentes viviendo allí y alguna que otra que venía sólo por unos días o un mes a lo sumo. Con ello fueron viviendo y trataron de que su único hijo estudiara y que “por lo menos, sea bachiller”, comentaba su madre a quien se cruzara con tono de reproche pero con los ojos llenos de orgullo, a fin de cuentas era su único hijo, que llegaba a un nivel educativo que no había podido llegar ella en su Chile natal y mucho menos su marido que plantaba verduras en  Génova  hasta que el deber lo llamara, y como todo italiano fuerte    y joven que se preciara debió marchar por orden de Mussollini.




(para mañana la segunda parte...)

lunes, 19 de marzo de 2012

SOY LO PROHIBIDO


Soy ese vicio de tu piel que ya no puedes desprender.
Soy lo prohibido.
Soy esa fiebre de tu ser que te domina sin querer.
Soy lo prohibido.
Soy esa noche de placer, la de la entrega sin papel.
Soy tu castigo.
Porque en tu falsa intimidad en cada abrazo que le das sueñas conmigo.
Soy el pecado que te dió nueva ilusión en el amor.
Soy lo prohibido.
Soy la aventura que llegó para ayudarte a continuar en tu camino.
Soy ese beso que se da sin que se pueda comentar.
Soy ese nombre que jamás fuera de aquí pronunciarás.
Soy ese amor que negarás para salvar tu dignidad.
Soy lo prohibido.



Joan Manuel Serrat

LA VIDA ES DEMASIADO CORTA.

Liliana Machicote.

Disfrutemos más
Cuidemos a nuestros amigos
Alegrémonos con ganas
Riamos con estusiasmo
Besemos con pasión
Hagamos el amor como si fuera la última vez
Amemos con avidez

viernes, 16 de marzo de 2012

ESPEJOS

Liliana Machicote


Tengo un problema con los espejos. Mi departamento está lleno de ellos. Desde que me quedé sola vine a vivir a un lugar bastante pequeño y me aconsejaron que colocara espejos para que los ambientes parecieran más grandes.
Siempre me han gustado los espejos. Desde muy pequeña ejercían una fascinación absoluta en mí. Cuando me regalaban esas cajitas típicas de nenas, con maquillajes y hebillitas para jugar, yo sólo rescataba el espejito. Tenía de varios colores, ovalados, redondos, cuadrados; y cuando nadie me veía, simulaba ser la madrastra de Blancanieves preguntando: “Espejito, espejito, ¿quién es la más linda de este reino?”.  La identificación con la mala del cuento no sé por qué la tenía (tarea para el psicólogo de terapia interrumpida, como ha sido siempre mi costumbre).  Vanidad infantil, es probable. Búsqueda de aprobación, seguramente.
Mi abuela era entusiasta de los espejos. Poseía muchos en la vieja casa.  Los suyos tenían todos unos bonitos marcos de madera, con diferentes formas y colores.  No sé si era porque le gustaba mirarse o simplemente los usaba como adornos.  Cada vez que pensábamos en qué regalarle a la abuela, ahí estaban los espejos como primera opción.  Disfrutaba mucho cuando comenzaron a aparecer aquellos con aumento, los que tenían marcos patinados, los biselados.
Algunos de esos, los tengo en mi casa. A pesar de los muchos nietos que la vida le dio siempre me gustó pensar que yo era su favorita.   Así como un día me regaló el collar de perlas que ella y su madre usaron los días de sus respectivas bodas, así me fue dando a lo largo de los años varios de sus espejos.
A mi madre jamás le gustaron los espejos, ni siquiera cuando era muy joven.  Me parecía una mujer absolutamente hermosa y no lograba comprender porque no apreciaba mirarse. Yo pensaba que si hubiera sido tan hermosa como ella, los espejos serían mis aliados favoritos.  Quizás su naturaleza permanentemente melancólica no se lo permitía.  Detesta los espejos, aún hoy, en su casa, tiene sólo el del botiquín y sospecho que cuando está frente a él, abre la puertita para no verse.
Soy diferente.  Los espejos me gustan mucho. Veo muchas cosas reflejadas, no sólo mi rostro o mi cuerpo.  Observo imágenes. Veo rostros que crucé en la calle, en el subte, sombras que se ciernen, caras del pasado, personas que me acompañan, algún que otro fantasma…
Me cautivan, transcurren la vida conmigo; los aprovecho para hablarme a mi misma, doy un discurso ante un auditorio imaginario o relato cuentos que después vuelco al papel.
El problema que tengo con el espejo es que hoy me devuelve una imagen que no es la mía.
Cada vez que miro quién está del otro lado, veo a otra mujer. No demasiado diferente físicamente a mí.  Pero noto que su esencia es otra.  Tiene los mismos ojos que yo, pero una mirada triste, opacada.  El mismo color de pelo, pero opaco, sin brillo.  La misma cara que yo, pero con arrugas.

Y esa mujer no soy yo.  Ahí está el problema.  No es que no reconozco los años que pasan, soy absolutamente consciente de la edad que tengo.
Totalmente  vital, sanguínea y alegre como siempre, más que nunca.
Un viejo mito antropológico cuenta que algunos aborígenes no permitían que los fotografiaran porque sostenían que la fotografía les robaba el alma.
He comenzado a sospechar que los espejos me quieren robar el alma.
Me resisto y seguiré haciéndolo.  A pesar de todo.  Los mudaré de lugar o cambiaré algunos de ellos.
Y continuaré observándome cada vez que pase frente a los espejos. Hasta que decidan devolverme mi auténtica naturaleza y mi alma.

miércoles, 14 de marzo de 2012

TENER UN HIJO ADOLESCENTE.

Liliana Machicote


Tener un hijo adolescente significa un montón de cosas, entre ellas:


Que no conteste cuando está en el Chat,
Que ya no sea la mamá más linda del mundo, ya hay otras mamás más lindas en el mundo,
Haberme convertido en “mi vieja es re grossa”,
Haberme convertido en "mi vieja está loca",
Que tenga que pedir turno para usar la computadora,
Que nunca aparezca un peine en esta casa pero que el adolescente esté siempre despeinado,
Que las cosas no aparezcan porque están “escondidas” en el agujero negro en que se convirtió el cuarto desde que empezó “la secu”,
Que los pares de medias nunca sean pares,
Que no conteste cuando juega a la play,
Que no se pueda opinar respecto a su vestimenta,
Que no se pueda opinar respecto al peinado,
Que no se pueda opinar respecto a sus amigos,
Que no se pueda opinar,
Que pida ayuda con los trabajos prácticos “dale má, vos que sabes hacerlo, hacemelo”,
Que me muera de orgullo cuando saca sonidos a veces no tan buenos de su guitarra,
Que me muera de orgullo cuando saca sonidos muy buenos de su guitarra,
Que me queje por el volumen de los amplificadores, o parlantes o como se llamen,
Que no llame por teléfono cuando expresamente se lo he pedido, así sé si está bien y dónde,
Que prepare un matecito para mí,
Que no conteste,
Que me cuente que le gusta una chica,
Que me cuente que no le gusta más esa chica,
Que mire los culos de Tinelli y a Bob Esponja a la vez,
Que ir a bañarse sea una epopeya,
Que leer “Romeo y Julieta” para el cole sea un garrón y “contame má de qué se trata así no lo leo”,
Que la conclusión sea “qué pelotudo este Romeo”,
Que ir a las reuniones de padres sea más difícil que formar parte de un reality show,
Que me diga “sos lo más má, te re quiero” pero no me etiquetes en las fotos del FACE”,
Que tenga que levantarme a las 5 de la mañana para ir a buscarlo a “los quince”,
Que haya heredado mi alegría,
Que tenga el pelo y los ojos claros y a pesar de eso sea tan igual a mí,
Que adolezca de tanto y tenga tanto amor en su vida,
Que sus amigos disfruten de venir a casa,
Que haya alguien en este mundo que me quiera tanto,
Que sea mi mejor obra…

martes, 13 de marzo de 2012

LOS POCILLOS.


Mario Benedetti


Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color. "El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana." Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época? "Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto. "No." "¿Querés que te sea sincero?" "Claro." "Me parece una idiotez de tu parte." "¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos." La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí. "De todos modos deberías ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez." "Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros. Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano." "¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo. Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo. Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros. Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. "Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella. "No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí." Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más. A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación. "Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme." "También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte." "Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía. Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella. "Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo. Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina. Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa. "No lo dejes hervir", dijo José Claudio. La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

lunes, 12 de marzo de 2012


EL COLLAR DE PERLAS.
 
 
Liliana Machicote
 
 
 
No me gusta nada ordenar mi placard. Pero llegué a un punto donde no podía encontrar lo que buscaba, sobre todo con el poco tiempo que suelo tener en las mañanas y hace meses busco una remera que está perdida en ese agujero negro. Al placard, ya que estaba en la tarea, le siguieron la mesa de luz y la cajonera. Cuando abrí uno de los cajones, donde encontré un desparramo de aros, anillos, papeles, recortes y fotos viejas, apareció una cajita de madera que no recordaba tener.
La abrí, contenía un collar y recordé su procedencia... hace 14 o 15 años, un día que había ido a visitar a mi abuela y mucha gente estaba en su casa, me llamó haciéndome señas para que la acompañara a su dormitorio. Una vez ahí, sacó de un alhajero una bolsita de plástico blanca, de esas que entregan en el supermercado. La abrió y de allí sacó este collar y me dijo con un tono de voz poco habitual en ella, como dando comienzo a una ceremonia: "esto es para vos...", la miré con sorpresa como preguntándole por qué me lo estaba dando. Era un regalo que yo no entendía y agregó: "Lo usé cuando me casé con tu abuelo y lo usó mi madre cuando se casó, y ahora es para vos". Dudé, pensaba en mis tías, sus hijas, en mis primas, y en lo que iban a decir cuando supieran que eso estaba en mis manos, cavilaba, no entendía la razón por la que se desprendería de algo tan preciado. Observaba mi reacción y casi ofendida dijo: "¿Es que no lo querés?" y aclaró: "Quiero que lo uses el día que tu hijo se case, yo ya no voy a estar pero te vas a acordar de tu abuela". Los ojos se me llenaron de lágrimas, al igual que ahora mientras lo escribo. Sólo le agradecí y le dí un beso. Nunca fue demasiado afecta a las grandes demostraciones físicas de cariño, y así terminó aquel pequeño acto que supuso para mí secreto. Rememoro mi viaje de regreso aferrada a la bolsita de plástico. No me parecía suficientemente segura mi cartera para todo el amor que contenía. Es simple bijouteríe, pero su valor poco tiene que ver con el precio.
Mi abuela sigue estando con nosotros afortunadamente, y en ninguna ocasión, en todos estos años que nos hemos visto desde aquella tarde en su casa,  volvió a hacer ningún comentario al respecto.
Mi hijo es un despreocupado adolescente más atento a las cuerdas de su guitarra que a tener una novia, por lo que el uso del collar en su casamiento es bastante lejano, creo.
Aquel enorme acto de amor sigue estando ahí.

Ordenando mi placard y mis cajones, tarea que me disgusta, en este domingo caluroso y abúlico, no encontré la remera blanca perdida, pero hallé la emoción en forma de collar.
  EL COLLAR DE PERLAS.
 
Liliana Machicote
 
No me gusta nada ordenar mi placard. Pero llegué a un punto donde no podía encontrar lo que buscaba, sobre todo con el poco tiempo que suelo tener en las mañanas y hace meses busco una remera que está perdida en ese agujero negro. Al placard, ya que estaba en la tarea, le siguieron la mesa de luz y la cajonera. Cuando abrí uno de los cajones, donde encontré un desparramo de aros, anillos, papele...s, recortes y fotos viejas, apareció una cajita de madera que no recordaba tener.
La abrí, contenía un collar y recordé su procedencia... hace 14 o 15 años, un día que había ido a visitar a mi abuela y mucha gente estaba en su casa, me llamó haciéndome señas para que la acompañara a su dormitorio. Una vez ahí, sacó de un alhajero una bolsita de plástico blanca, de esas que entregan en el supermercado. La abrió y de allí sacó este collar y me dijo con un tono de voz poco habitual en ella, como dando comienzo a una ceremonia: "esto es para vos...", la miré con sorpresa como preguntándole por qué me lo estaba dando. Era un regalo que yo no entendía y agregó: "Lo usé cuando me casé con tu abuelo y lo usó mi madre cuando se casó, y ahora es para vos". Dudé, pensaba en mis tías, sus hijas, en mis primas, y en lo que iban a decir cuando supieran que eso estaba en mis manos, cavilaba, no entendía la razón por la que se desprendería de algo tan preciado. Observaba mi reacción y casi ofendida dijo: "¿Es que no lo querés?" y aclaró: "Quiero que lo uses el día que tu hijo se case, yo ya no voy a estar pero te vas a acordar de tu abuela". Los ojos se me llenaron de lágrimas, al igual que ahora mientras lo escribo. Sólo le agradecí y le dí un beso. Nunca fue demasiado afecta a las grandes demostraciones físicas de cariño, y así terminó aquel pequeño acto que supuso para mí secreto. Rememoro mi viaje de regreso aferrada a la bolsita de plástico. No me parecía suficientemente segura mi cartera para todo el amor que contenía. Es simple bijouteríe, pero su valor poco tiene que ver con el precio.
Mi abuela sigue estando con nosotros afortunadamente, y en ninguna ocasión, en todos estos años que nos hemos visto desde aquella tarde en su casa, volvió a hacer ningún comentario al respecto.
Mi hijo es un despreocupado adolescente más atento a las cuerdas de su guitarra que a tener una novia, por lo que el uso del collar en su casamiento es bastante lejano, creo.
Aquel enorme acto de amor sigue estando ahí.

Ordenando mi placard y mis cajones, tarea que me disgusta, en este domingo caluroso y abúlico, no encontré la remera blanca perdida, pero hallé la emoción en forma de collar.