sábado, 11 de agosto de 2012

MIS DIAS DEL NIÑO.





Pensaba en el día del niño. Rememoraba los de mi infancia.  El mundo era diferente, la ilusión, la misma.
Los días previos, en la escuela, los chicos hablaban de lo que pedirían a sus padres, tíos o abuelos.  Aunque había sólo cuatro canales de TV, en las pantallas de los viejos aparatos sin control remoto, se veían publicidades de las muñecas soñadas, algunas caminaban, otras hablaban con un disquito que se ponía en la espalda de plástico.  Autitos, pelotas y pistolas para los varones de las casas.  Para ambos sexos, el Segelín y los juegos de mesa llevaban la delantera en las preferencias.
Había un extra el día del niño, la matineé en el cine de mi pueblo.  Los estrenos llegaban dos meses después que a la capital y sólo algunos privilegiados tenían la posibilidad durante las vacaciones de invierno de viajar unos cien kilómetros y verlas en los grandes cines.  Por lo tanto, la matineé de ese día tenía un gusto especial, era el condimento justo para el festejo.  El viernes previo, en los colegios, se sorteaban entradas.  Todos esperábamos ansiosos la hora de la salida cuando después del saludo a la bandera, la directora sacara el bono ganador y el premiado pasara al frente a recibirlo. 
Quienes no éramos afortunados, fingíamos indiferencia y seguíamos pensando en lo que queríamos recibir el domingo.  Imaginábamos que de alguna extraña manera, nuestras vidas con el juguete en cuestión en nuestras manos, se transformaría. 
Era tanta la fantasía, que ni siquiera se me ocurría pensar en algún tipo de decepción.
Espiaba los movimientos de mi casa.  Disimuladamente observaba si mi padre, encargado de las compras grandes, iba o venía con cajas, bolsas o cualquier indicativo de regalo.  No recuerdo que la mente pudiera distraerse con otra cosa.
Y llegaba finalmente el ansiado domingo.  Me levantaba más temprano que de costumbre y esperaba.  En algún momento de la mañana, que se hacía eterna, entraba el regalo.  Abría la caja expectante, y lo que yo deseaba nunca llegaba.  Era cambiado por algo más “útil” (odié durante años la palabra útil) o quizás más accesible (eso lo entendí mucho tiempo después).
La frustración inicial iba lentamente cambiando y de a poco me convencía a mi misma de lo bonito del juguete o lo interesante del libro (esto último, la mayoría de las veces).
Recuerdo, no sin una sonrisa, que aunque el regalo no era el esperado, restaba todavía una buena parte del día y que en un rato nomás, saldrían a relucir los vestidos domingueros, los zapatos con hebilla y las colitas ajustadas rumbo al cine a disfrutar de chocolatines y caramelos Mu-Mu, mientras unas lágrimas rodaban cuando moría la mamá de Bambi.


Liliana.

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