miércoles, 20 de junio de 2012

LA QUERIDA DE MANUEL BELGRANO

Las historias de amor son atrayentes, y más aún cuando se trata de figuras que han marcado a fuego el camino de nuestra nación, porque precisamente son el amor, la pasión y la desventura los que acercan a estos personajes y los vuelve más humanos.
Tal es el caso de Manuel Belgrano, quien durante muchos años de su vida, incluso hasta el día de su muerte, sufrió las penurias de un amor que no pudo concretar su unión eterna a través de los preceptos religiosos.
Corría el año 1812 y Belgrano viajó a Tucumán, al mando de su Ejército del Norte.  Allí conoció a una jovencita de 15 años llamada María de los Dolores Helguero Liendo, y el creador de la bandera argentina, con sus 42 años cumplidos, se enamoró perdidamente de aquella muchacha.
A los pocos meses, Belgrano debió partir hacia otros destinos militares, dejando definitivamente su corazón con María de los Dolores.  Pero poco después conoció a María Josefa Ezcurra, cuñada de Juan Manuel de Rosas, que había sido recientemente abandonada por su primo español, Juan Esteban Ezcurra, al enterarse de que la joven estaba embarazada.
En 1813 nació Pedro Pablo Rosas Belgrano, y entonces el creador de nuestra enseña patria no dudó en ofrecerle su apellido al niño y criarlo como propio.
No pasó mucho tiempo para que la salud de Belgrano comenzara a demostrar la debilidad y fragilidad de su organismo, y las enfermedades comenzaron a plagar su vida perjudicando incluso su ánimo y su espíritu.
A pesar de sus malestares, Belgrano decidió volver a Tucumán, donde se reencontró con su amada Dolores y descubrió que las pasiones continuaban intactas. Belgrano quería casarse y la jovencita ya se había convertido en una mujer de 19 años.  Sin embargo, el padre de la muchacha se opuso a la unión.
En 1819 nació Manuela Mónica,  por lo que Belgrano abandonó Tucumán y por mucho tiempo no regresó.  Fue en ese momento que Dolores fue obligada por sus padres a casarse con un joven catamarqueño apellidado Rivas.
Pocos meses antes de morir, Manuel Belgrano decidió volver a Tucumán junto a su hija Manuela, con el fin de reencontrarse con su gran amor,  pero el destino y las convenciones sociales de la época hicieron imposible la unión.
Pese a que en su testamento el general Manuel Belgrano no reconoció descendencia, tras su muerte se conocieron dos vástagos de su sangre:  Pedro Pablo, hijo de María Josefa Ezcurra, y Manuela Mónica, fruto de la relación del prócer con María Dolores Helguero.

 El general Manuel Belgrano manifestó en su testamento que no tenía ascendientes ni descendientes.  Sin embargo, dejaba en este mundo dos criaturas: Pedro Pablo y Manuela Mónica, de cuyas vidas estuvo permanentemente informado. L os niños tenían, a la fecha de la muerte del padre, casi siete años el mayor y poco mas de un año la menor.  Mucho se ha escrito sobre la actuación pública de Manuel Belgrano pero sobre su vida privada siempre ha pesado un velo de reticencia e informaciones fragmentarias.  Deberíamos destacar facetas íntimas que permitieran completar la imagen histórica de la personalidad de Belgrano.  Sería una contribución seria e importante que da respuesta a la pregunta de por qué este ocultamiento en un documento testamentario.  Podríamos tener una mejor comprensión de Manuel Belgrano, ese personaje admirable que fue, en lo personal, mucho más feliz cuando era un funcionario colonial que cuando actuó como militar. Pero que desempeñó cada uno de sus roles con disciplina y rigor, y cuyo ejemplo estimula nuestra idea de la patria.

domingo, 10 de junio de 2012

DE PALOMAS Y LECHUZAS.





Acabo de encontrar esta foto que tomé el mes pasado cuando estaba en un hotel en Mar del Plata y recordé por qué la había tomado. Salí del ascensor, entré en la habitación, y siguiendo con mis costumbres habituales, ya que el encierro me produce ciertas molestias, abrí el ventanal.  Preparé la ducha y mientras buscaba mis cosas escuché un arrullo que provenía de la ventana.  Yo, que tengo muy poco campo en mi haber, corrí la cortina convencida que el sonido significaba que había una lechuza.
A pesar de mi madre, o probablemente debido a eso, que sostenía y sigue haciéndolo, que las lechuzas son pájaros de mal agüero y cada tanto, hasta aventura un “¡bicho asqueroso!”, yo amo a las lechuzas, y las pocas veces que he visto alguna lo he tomado como signo de buena fortuna.  El caso es que me asomé a la ventana feliz, sin siquiera preguntarme qué corno podía hacer una lechuza durante el día en pleno centro de Mar del Plata y lo que vi, para mi profunda decepción, fue  esta gorda paloma que insistía con sus gritos. 
No soporto a estos plumíferos.  Estos pájaros malsanos, dañinos y sucios, te “cagan”, literalmente.  No hay sinónimo posible para ello.  Es más, eso de que cuando una paloma te caga es augurio de buena suerte, es pura y absolutamente una mentira.  Cómo puede ser que el asqueroso adorno que te dejan en la ropa o en el pelo traiga fortuna.  Creo que lo debe haber inventado la misma persona que inventó aquello de “pisar mierda trae buena suerte”.  La suerte existe, si uno tiene tiempo de ir a cambiarse, si no tiene que estar todo el día arrastrando “eso”.  No le encuentro la buena fortuna .
Por otro lado, las lechuzas, son hermosas, diferentes a otras aves, tienen bonitos ojos grandes, pueden girar sus cabezas, mantienen el equilibrio ecológico y además no cagan a nadie ni a nada.
Durante mi estadía en el hotel, tuve que tolerar el ventanal sucio, ese sonido permanente y además de todo, una mañana muy temprano cuando abrí, no conforme la gorda paloma con molestarme con su presencia, llegó acompañada por otra.  Ambas me miraban y gritaban. Las amenacé con tirarles un libro, aunque desde el segundo piso, un libro iba a ser una pérdida demasiado importante y las palomas no tienen tanto valor, aunque las odie.
Decidí cerrar la ventana e irme, quedaba en claro quiénes eran las dueñas del lugar.
Sigo con la esperanza de cruzarme una lechuza próximamente.  Cuando ese momento llegue, voy a estar segura de tener por delante una jornada con mucha suerte.


Liliana Machicote.

viernes, 1 de junio de 2012

SUBJETIVIDAD.

Por alguna razón me quedé pensando en que yo no podría dedicarme a la crítica literaria. No tengo las armas intelectuales para hacerlo, en mis columnas hablo de libros, sencillamente eso.  Me gusta pensar que “convido” a otras personas con historias, relatos, cuentos, que me han llamado la atención por algo.  No considero tener la capacidad para observar “esto es bueno, esto no…”.
Hace poco, en el Azabache, en Mar del Plata, hubo una mesa de debate entre escritores donde escuché a Federico Andahazi, que creó, en sus primeras palabras hacia el público, un relato, que bien podría haber sido el comienzo de una novela negra, referida a la supuesta muerte de un escritor y la presencia de un crítico literario como sospechoso del crimen.  Minutos después, aclarada  la situación (una especie de microficción), seriamente, dijo algo así: “Si en el marco de un festival como este, apareciera uno de nosotros asesinado, inmediatamente pensaríamos en un crítico, porque en definitiva quienes asesinan a un escritor son los críticos, pues pueden asesinar su obra”.
Una historia que a mí me emocionó, me dio placer, me alegró una tarde, me arrancó una lágrima o una sonrisa, puede ser que a otro lector no le provoque lo mismo.  O viceversa.
No soy capaz de plantarme a pontificar sobre los valores de una obra literaria.  Puedo si, hacer una reseña, hablar sobre la forma que tuvo el autor de contar el cuento.  Pero no más que eso.
Tengo por costumbre tomar notas y “marcar” libros, subrayar, escribir palabras en los márgenes.  Es casi un acto reflejo, siempre leo con un lápiz o una lapicera en la mano.  Y acabo de descubrir que lo que marco habla de mí; una amiga a la que le presté unos libros me lo hizo notar.  En el momento en que leía ese libro, señalé una frase o una palabra que me gustó, me conmovió o quizás todo lo contrario.
Por eso y muchas cosas más (como decía una vieja canción), no podría ser crítica literaria.
Leo mucho, de todo, me sorprendo descubriendo aquellos autores desconocidos que han escrito obras que a mí me parecen maravillosas y sin embargo, me cuesta encontrar otros lectores que los conozcan.
Las historias me gustan o no, me identifico o no, me conmueven o no.  Todos los trabajos literarios tienen para mí su mérito.  Aunque no sean de mi total agrado, un escritor pensó una idea, la desarrolló, la volcó a un papel, y la expuso.  Sólo por eso ya es meritorio. 
Lo demás es subjetivo.

Liliana Machicote