domingo, 8 de abril de 2012

LA CEREMONIA

Liliana Machicote

No sé si nos obligaban a ir, claramente no nos consultaban. No recuerdo si lo hacíamos una vez al mes o una vez por semana, creo recordar sí que era una actividad de día domingo.

Tendría yo entre 4 y 5 años supongo, las imágenes se ven muy lejanas.  Nos hacían bañar, vestir la ropa reservada para las salidas y nos perfumaban con colonia de niñas.

Si recuerdo que mi madre me peinaba tirante y me ponía una cinta y la ataba con un moño grande, es lo que ha quedado en mi memoria; no se fotografiaban en aquella época todas las actividades, el mundo audiovisual todavía no había llegado.

Hacíamos el viaje al cementerio en la "chata" (en los pueblos se llamaba así a las camionetas). Para mi corta edad era un viaje muy largo.
Una vez que llegábamos, bajábamos en el más absoluto de los silencios. Nadie nos había dado orden alguna pero mi hermana y yo tácitamente sabíamos que no era momento de hablar. Mi madre llevaba siempre un ramito en la mano, supongo que una vecina con flores se las regalaba, en mi casa nunca había flores.

Mi padre se acercaba a la señora que en la puerta del cementerio vendía flores y le compraba crisantemos y claveles. Odio esas flores. Y las odiaba en aquel entonces. Mi excusa era un terminante "tienen olor a muerto". Y ahí venía el tirón de pelos.

Entrábamos y comenzábamos a andar por el caminito de piedras.  Mi padre solo adelante, detrás, mi madre y nosotras. Mi madre caminaba erguida, casi altiva, hermosa, jamás bajaba la vista.  Nosotras mirándonos los zapatos modelo guillermina, incómodos y con hebilla que tampoco nadie nos preguntaba si queríamos usar.  Yo le decía a mi hermana que mirara las lindas casitas, (para mí las bóvedas eran casitas), los ángeles, las fotos que acompañaban las tumbas.  Y si mi padre se daba vuelta y fijaba sus ojos en mí, yo sabía que era momento de callarse. Mi hermana nunca me contestaba, siempre aceptó y se adaptó mejor que yo a las reglas.



Cuando doblábamos por un recoveco, encontrábamos el nicho, desde abajo, la tercera o cuarta fila, una placa negra indicaba nuestro apellido y un nombre.  Recién mucho tiempo después comprendí.  Mi padre bajaba el florero e iba hacia una canilla a unos metros a cambiar el agua. Mi madre sacaba de una cartera un trapo y limpiaba el mármol y unas pequeñas placas que estaban pegadas, quizás atornilladas, nunca lo supe y sólo me lo pregunto en este momento.  Ponían las flores en el florero y lo colocaban en su lugar.

Y ahí se quedaban mis padres, él miraba hacia abajo,  pensativo, con el peso de algo enorme sobre un hombre de apenas 30 años.  Ella, seguía mirando hacia arriba, como si buscara algo en un punto fijo.  No hablaban, no lloraban, ninguna expresión en sus caras. Nosotras, testigos mudos de tal ceremonia.

Al cabo de unos minutos, uno de los dos se movía hacia la salida y el otro lo seguía.  Volvíamos a la posición original, uno adelante, los otros tres detrás.

Tiempo después, comenzaron a ir separados. Siendo yo mayor, acompañaba a mi madre una vez por mes a hacer el mismo recorrido.  Ella dejó de ir hace unos años.  El lo sigue haciendo.  Nunca se habló de esa ceremonia, simplemente se hacía.  No se pedían explicaciones.

Entendí la ceremonia del cementerio hace poco.  Era su manera de exorcizar el dolor.  Como hoy, en un colectivo, con un block y una birome, encontré la mía.




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