domingo, 6 de mayo de 2012

Los sueños de Ana


Liliana Machicote





A Ana le encantan los primeros días del otoño, las hojas secas que vuelan cuando hay viento y se amontonan formando un compacto de colores le provocan alegría, marca el comienzo de algo nuevo. Esas primeras gotitas de frío que comienzan a pegarse en los vidrios producen a la vista formas intrigantes para descubrir cuando se sienta a observarlas. Ana comienza a preparar los abrigos para sus hijos, un par de grados menos de temperatura ya ameritan algo más tibio para sus cuerpos pequeños. Cinco hijos le dio la vida, siempre soñó con una familia grande y la tiene, sus hijos son su máxima felicidad a pesar de que a veces las cosas entre ellos se ponen complicadas por su edad. Peleas, discusiones y reclamos son moneda común en niños de esas edades. A pesar de que a veces merecerían algo más que una simple reprimenda leve, Ana jamás levanta la voz, siempre se dirige a ellos con las palabras más dulces y tranquilas, tratando de hacerlos entrar en razón. Sus hijos, probablemente debido a que ella no eleva el tono, la escuchan y por un rato al menos parecen obedecerle. No sólo es a sus pequeños hacia quienes se dirige de ese modo, Ana trata con dulzura a todos, nunca está de malhumor, siempre tiene una sonrisa y una palabra tierna para quienes la conocen o para las ocasionales personas que cruza por la calle.


Ana siempre soñó con lo que tiene, una casa con hermosa vista, plantas a su alrededor, cortinas livianas que apenas se mueven con la brisa, muebles bellos que demuestran que una familia los utiliza y los vive, como esa vida hermosa que ellos llevan. Sus hijos y su familia son lo mejor que le sucedió, construyó pasó por paso cada momento de su existencia.


Ana es feliz. Ana nació siendo una princesa, siempre lo supo, creció con ello. Cuando nació, el mundo se convirtió en un mejor lugar y a medida que fue creciendo y convirtiéndose en una hermosa mujer, el mundo mejoraba. Sus padres, los reyes, la adoraban, vivían para ella en desmedro quizás hasta de sus propias obligaciones. La educaron y criaron con todo el amor que alguien puede recibir y ella los recompensaba día a día con su bondad, su alegría y su generosidad.


Un día, como suele suceder, la hermosa princesa conoció a su príncipe. Alto, apuesto, con unos profundos ojos azules que la deslumbraron cuando lo vio. Y así fue que muy a pesar de los reyes, la princesa dejó el reino en el que había nacido para formar el propio. Enseguida fueron llegando los hijos y la felicidad de Ana era cada vez mayor. A veces caía en un dejo de melancolía debido a su falta de contacto con los reyes, pero ellos la habían preparado para que un día partiera y formara su propio reino. Su vida de pequeña había quedado atrás y sus hijos y su príncipe formaban todo su mundo. Tal vez, algún amanecer la encontrara con alguna lágrima surcando su rostro, a pesar de no decirlo, tenía melancolía del tiempo pasado, pero no porque no fuera inmensamente dichosa, simplemente algunos recuerdos acudían a su mente. Pero ella sabía que cuando decidió partir junto a su príncipe su mundo sería diferente y eso era lo que contaba.


Sus hijos crecían sanos y fuertes, alegres como era Ana. Disfrutaba verlos jugar, y cuando en aquellos días de lluvia la cascada formaba cortinas de agua, se reunía con ellos a observarla descubriendo las figuras que formaban e inventando historias. Ana era feliz.


Su príncipe era su compañero, la amaba como ella a él, intensamente. Habían formado una familia, la que tanto ella había soñado cuando pequeña mientras imaginaba historias de amor. Era amable, generoso, gentil; era lo que ella siempre había soñado.


A veces estaba varios días sin volver a su casa porque debía partir a visitar comarcas cercanas, y Ana lo extrañaba. Si él no estaba Ana sentía que algo le faltaba pero entendía las razones por las cuales él se iba. Los últimos tiempos lo notaba preocupado, algo no estaba bien, pero cuando le preguntaba al respecto, no le contestaba, y ella lo permitía, era su manera de decirle que no se preocupara, que todo estaba bien y que nada les pasaría a ella o a los niños.


La preocupación crecía en él y Ana lo sabía, conocía a su príncipe mucho, conocía sus gestos, su particular forma de mirarla, la forma que tomaban sus ojos al hablar y el frunce de su ceño. Había notado que se dirigía a sus hijos quizás de una manera más brusca, menos amorosa. Pero su príncipe los amaba, ella lo sabía y por eso Ana era feliz.


Con todo aquello y a pesar de que Ana notaba que él iba cambiando y volviéndose más parco y retraído, ella continuaba prodigándole los mismos cuidados de siempre al príncipe y a sus hijos, cuidándolos de la misma manera que lo hacía siempre sin dejar de caer su ánimo, por el contrario, reforzaba sus sonrisas, sus atenciones para que nada cambiara y para que el ambiente que los rodeara siempre fuera igual, si era posible, más alegre, más luminoso y entonces Ana era feliz.


Un día cualquiera, el príncipe llegó molesto, más cansado que otros días, casi cayéndose, caminando a los tumbos, tirando cosas a su paso, sin prestar siquiera atención a uno de sus hijos que dormía allí. Ana no entendía, no era la primera vez que el príncipe llegaba tarde pero era el día que había llegado más enfadado. Sus ojos estaban vidriosos, y su mirada perdida. La princesa Ana no sabía cómo reaccionar. Trato de darle su apoyo, ayudarlo a llegar a su cama, alcanzarle agua, acompañarlo… pero él la miró de una manera en la que nunca lo había visto.

Pasaron los días y todo fue volviendo de a poco a la normalidad. Los niños abocados a su instrucción y Ana con ellos siempre. Se esmeró para que el palacio luciera mejor que nunca, cortando incluso unas flores de su jardín y adornando pequeñas vasijas con ellas. No mencionó el incidente ocurrido noches atrás con el príncipe, a pesar de que aquella mirada había quedado impresa en su retina. Algunas noches después, volvió a suceder aquello mismo, el príncipe llegó agotado del campo y Ana notó el nerviosismo que la situación provocó en sus hijos, jamás habían visto a su padre así y se asustaron. Ana trató de acompañarlos a sus camas con la mayor tranquilidad que pudo sacar de sus adentros, sin demostrarles a ellos su preocupación. Volvió hacia el lugar donde se encontraba el príncipe y lo encontró nuevamente con aquella mirada. Cuando trató de acercársele, él simplemente la empujó contra una mesa y Ana quedó muy quieta sólo observándolo. No atinó siquiera a pensar algo, o quizás si, su mente era un remolino que no le permitía actuar, y se quedó inmóvil observándolo. El nada dijo, sólo se marchó por el mismo lugar por el que había entrado un rato antes.(continuará)

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