viernes, 16 de marzo de 2012

ESPEJOS

Liliana Machicote


Tengo un problema con los espejos. Mi departamento está lleno de ellos. Desde que me quedé sola vine a vivir a un lugar bastante pequeño y me aconsejaron que colocara espejos para que los ambientes parecieran más grandes.
Siempre me han gustado los espejos. Desde muy pequeña ejercían una fascinación absoluta en mí. Cuando me regalaban esas cajitas típicas de nenas, con maquillajes y hebillitas para jugar, yo sólo rescataba el espejito. Tenía de varios colores, ovalados, redondos, cuadrados; y cuando nadie me veía, simulaba ser la madrastra de Blancanieves preguntando: “Espejito, espejito, ¿quién es la más linda de este reino?”.  La identificación con la mala del cuento no sé por qué la tenía (tarea para el psicólogo de terapia interrumpida, como ha sido siempre mi costumbre).  Vanidad infantil, es probable. Búsqueda de aprobación, seguramente.
Mi abuela era entusiasta de los espejos. Poseía muchos en la vieja casa.  Los suyos tenían todos unos bonitos marcos de madera, con diferentes formas y colores.  No sé si era porque le gustaba mirarse o simplemente los usaba como adornos.  Cada vez que pensábamos en qué regalarle a la abuela, ahí estaban los espejos como primera opción.  Disfrutaba mucho cuando comenzaron a aparecer aquellos con aumento, los que tenían marcos patinados, los biselados.
Algunos de esos, los tengo en mi casa. A pesar de los muchos nietos que la vida le dio siempre me gustó pensar que yo era su favorita.   Así como un día me regaló el collar de perlas que ella y su madre usaron los días de sus respectivas bodas, así me fue dando a lo largo de los años varios de sus espejos.
A mi madre jamás le gustaron los espejos, ni siquiera cuando era muy joven.  Me parecía una mujer absolutamente hermosa y no lograba comprender porque no apreciaba mirarse. Yo pensaba que si hubiera sido tan hermosa como ella, los espejos serían mis aliados favoritos.  Quizás su naturaleza permanentemente melancólica no se lo permitía.  Detesta los espejos, aún hoy, en su casa, tiene sólo el del botiquín y sospecho que cuando está frente a él, abre la puertita para no verse.
Soy diferente.  Los espejos me gustan mucho. Veo muchas cosas reflejadas, no sólo mi rostro o mi cuerpo.  Observo imágenes. Veo rostros que crucé en la calle, en el subte, sombras que se ciernen, caras del pasado, personas que me acompañan, algún que otro fantasma…
Me cautivan, transcurren la vida conmigo; los aprovecho para hablarme a mi misma, doy un discurso ante un auditorio imaginario o relato cuentos que después vuelco al papel.
El problema que tengo con el espejo es que hoy me devuelve una imagen que no es la mía.
Cada vez que miro quién está del otro lado, veo a otra mujer. No demasiado diferente físicamente a mí.  Pero noto que su esencia es otra.  Tiene los mismos ojos que yo, pero una mirada triste, opacada.  El mismo color de pelo, pero opaco, sin brillo.  La misma cara que yo, pero con arrugas.

Y esa mujer no soy yo.  Ahí está el problema.  No es que no reconozco los años que pasan, soy absolutamente consciente de la edad que tengo.
Totalmente  vital, sanguínea y alegre como siempre, más que nunca.
Un viejo mito antropológico cuenta que algunos aborígenes no permitían que los fotografiaran porque sostenían que la fotografía les robaba el alma.
He comenzado a sospechar que los espejos me quieren robar el alma.
Me resisto y seguiré haciéndolo.  A pesar de todo.  Los mudaré de lugar o cambiaré algunos de ellos.
Y continuaré observándome cada vez que pase frente a los espejos. Hasta que decidan devolverme mi auténtica naturaleza y mi alma.

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