martes, 20 de marzo de 2012

EL MIYU. CUENTO (primera parte)

 

 Liliana Machicote


No era una de las típicas pensiones  que habían proliferado en los últimos años en los barrios de capital federal.  Se los llamaba eufemísticamente “hospedaje de pasajeros”, si se encontraban por los alrededores de los barrios como Constitución, Once y Retiro donde bajaban de los trenes todos los días cientos de personas que venían del interior del país   buscando un futuro mejor en la capital, las expectativas que tenían en sus provincias sin trabajo y sumidos en la pobreza eran pocas.  El aparato que muchas familias tienen en sus casas, por humildes que sean, y frente al cual forman un semicírculo, dejaba marcado en sus retinas lo que las pantallas ofrecía, las imágenes de otro mundo, Buenos Aires, donde los artistas, decían, pululan por las calles, donde la riqueza se concentraba y  los grandes restaurantes y confiterías se encuentran siempre llenos por gente bien alimentada, bien vestida  y que  habla bien. Esas imágenes acompañan al viajero hasta el momento en que desembarcan en la gran urbe y con el correr de las horas se dan cuenta que las imágenes del aparato eran sólo de una parte, pero ya están acá y el destino, o Dios, según sea su creencia, los acercará, suponen, a aquello con que sueñan.

De todos modos la pensión de Doña Valentina, no era como esas pajareras donde se amontonan sueños, provincianos y algunos  venidos de países cercanos.  Era otro tipo de lugar.  Doña Valentina y su esposo, Don César, para quienes lo conocieron, eran  los dueños de  una otrora linda y gran casa, con unas 7 o 8 habitaciones.  Hubieran querido tener muchos hijos, pero su marido  que ya era mayor cuando había llegado de Italia después de la guerra, había sido afectado por una bala en un lugar que su mujer nunca mencionaba pero que se ocupaba de señalar cerca de su entrepierna cada vez que alguien le preguntaba el por qué de la pequeña familia.  Habían sido bendecidos con la llegada de uno, que a la sazón sólo les había dado disgustos, según decía su madre, por su falta de apego al trabajo.  “Es bueno, el problema es que ve una pala y dispara para otro lado”, era la frase favorita que esgrimía Doña Vale, como la conocían todos, con esa tonada tan graciosa que le otorgaba haber nacido del otro lado de la cordillera y que aún mantenía a pesar de haber venido  a la Argentina hacía ya más de 50 años.

El tema fue, que como tenían esta casa grande y el dinero no sobraba, hacía ya unos veinte años habían decidido darle alojamiento, previo pago, a una muchachita que había llegado de Perú para trabajar “en lo que se pudiera”, decía.  Finalmente la peruanita, después de recorrer oficinas y cientos de casa de familia donde pedían “niñera para cuidar niños pequeños y tranquilos” y después se encontraba conque los niños pequeños eran adolescentes tremendos, y de tranquilos muy poco, además debía fregar de la mañana a la noche por un demasiado magro sueldo, entonces había decidido dedicarse a una actividad a la que Doña Vale consideraba poco menos que satánica y por demás deshonrosa, por lo que una tarde cuando la peruanita apareció en el patio, después de reponerse de una larga noche de trabajo, los gritos de la dueña de la casa, dicen que se escucharon en toda la cuadra, hicieron que la peruanita tuviera que marchar en busca de mejores horizontes, o por lo menos  de otro alojamiento.

La cuestión era que  ya se habían acostumbrado a tener una persona más en la casa  y los dinerillos que puntualmente les pagaba su inquilina les eran necesarios, fue entonces que decidieron hacer correr la voz en el  barrio de que tomaban inquilinos a un módico precio, repetía Don César, recordando lo que su mujer le había indicado que dijera.

Las caras fueron cambiando con el correr de los últimos veinte años, pero siempre se las arreglaron para tener dos o tres personas permanentes viviendo allí y alguna que otra que venía sólo por unos días o un mes a lo sumo. Con ello fueron viviendo y trataron de que su único hijo estudiara y que “por lo menos, sea bachiller”, comentaba su madre a quien se cruzara con tono de reproche pero con los ojos llenos de orgullo, a fin de cuentas era su único hijo, que llegaba a un nivel educativo que no había podido llegar ella en su Chile natal y mucho menos su marido que plantaba verduras en  Génova  hasta que el deber lo llamara, y como todo italiano fuerte    y joven que se preciara debió marchar por orden de Mussollini.




(para mañana la segunda parte...)

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