jueves, 22 de marzo de 2012

EL MIYU Cuento (parte final)



Corrió un mes entero y  no pasaba nada. El Miyu estaba cada vez más gordo y dormía cada vez más, pero de cumplir con el cometido indicado, nada. Ya empezó a ligarse alguna que otra patada y se le comenzó a retacear la comida porque alguien dijo que si el gato recibía alimento abundante todos los días no iba a atrapar nada porque los gatos se movían por hambre.  Lo que nadie sabía era que por las noches el gato se metía en el patio de la casa de al lado donde tenían un perro y le comía al vecino los restos de carne que quedaban  en la cucha del perro, por lo tanto cuando salía El Miyu a dar su habitual paseo nocturno volvía  con el hambre satisfecho y si no le daban ese día de comer en la pensión, la verdad, poco le afectaba.
Pero las patadas de los disgustados pensionistas ya eran más frecuentes, “-gato inútil, te trajimos para  que te comieras el ratón, no para hacer turismo!, un día de estos te carneo, te pelo y le digo a los demás que el ratón era más grande de lo que pensabamos-“.  Si los gatos se pudieran poner pálidos, así se puso El Miyu, sobre todo porque la amenaza Valentina se la hizo blandiendo un gran cuchillo de cocina.  No se sabe si el gato entendió las palabras pero el tono de voz y el gran cuchillo en la mano eran más que elocuentes.

Se complicaba la posición del gato dentro de la casa. Esa noche el ratón hizo su gran aparición una vez más a comerse el pedazo de queso de la trampera, como venía haciendo todas las noches y se iba directo al costado del tarro de los residuos de la cocina.  El Miyu descansaba al pie de la escalera del patio que llevaba a las piezas de arriba.  El ratón se dirigió a la trampera y cuando hubo tenido el queso en la boca se alejaba rapidamente con tanta fortuna que empujó el tarro  que  estaba mal apoyado y el balde se cayó.  Como los gatos tienen el sueño liviano, El Miyu se despertó y salió hacia la cocina para curiosear. Los gatos siempre que escuchan un ruido diferente a los comunes van a ver que nueva cosa está pasando. El ratoncito en tanto se había quedado duro por la caída del tarro,  no atinaba a moverse para ninguna parte, tal vez se había asustado, o tal vez sólo era el preámbulo de lo que pasaría minutos después.  Menudo susto que se dió El Miyu cuando entró a la cocina y vio todo tirado y algo que se movía detrás de la pila de basura tirada, se acercó sigilosamente a observar y justo saltó la ratita.  Los bigotes del gato se le pararon y las pupilas se dilataron.  Comenzó a retroceder lentamente.  El Miyu en su vida había cazado un ratón, nada le era menos interesante.  El tema era que si bien en el almacén de Chicho había ratones, él nunca había cazado ninguno porque a la noche siempre aparecían por un agujero en la chapa de la parte trasera del depósito un par de gatos de esos bien flacos y con orejas largas que se suelen ver en la calle, cuyo su aspecto denota que no tienen dueño, pero con mucha necesidad de comer algo, entonces eran  ellos los que se hacían cargo de los roedores. Cuando escuchaban el ruido de la pesada cortina metálica del comercio con la que se anunciaba la llegada de Chicho temprano por la mañana, desaparecían los hambrientos felinos, y volvían a aparecer al día siguiente. Ese era el gran secreto del “gran cazador”.  Por supuesto el gordo gato negro con manchas blancas se llevaba las palmas y el agradecimiento del contento Chicho.

La situación no podía estar peor, El Miyu paralizado de terror y el ratón, en verdad la pequeña ratita, se iba acercando  cada vez más.  La tensión del pobre gato aumentaba, cuando los gatos están a punto de cazar mueven la cola y abren la boca como si quisieran maullar pero no pueden, pero nada de eso hacía El Miyu.  Ni siquiera atinaba a retroceder como había sido su primera reacción. La rata se acercaba más y más. Se paró frente al paralizado gato, miró fijamente, si es que los ratones pueden sostener la mirada, movió un poco la larga cola gris y se desplomó.  El Miyu se quedó ahí, el roedor tirado en el piso con el pedazo de queso en la mano. Por algún extraño motivo la presa había muerto, yacía en el piso de la cocina y parecía mucho más pequeño de lo que era.  La situación no podía ser más llamativa, el ratón muerto por muerte natural y el gato inmóvil mirando el cuadro.

A la mañana siguiente todo seguía igual. El Miyu no había podido ir a ninguna parte y se había quedado esta vez si, dormido profundamente. La impresión había sido mucha, el ratón estaba muerto y él no había tenido nada que ver.  En eso apareció La Morocha, que venía a la cocina a calentar una poco de agua para tomar unos mates antes de salir para el trabajo, abrió la ventana y comenzó a los gritos, el gato se despertó y salió corriendo asustado por los gritos de la mujer y de los otros que venían a ver que pasaba, apareció Don Walter corriendo en calzoncillos y María bajaba las escaleras corriendo.  Doña Vale salía envuelta en un salto de cama a ver que era todo ese escándalo. –“El Miyu mató al ratón”- gritaba María, Don Walter estaba apoyado en la pared porque aún muerto el animal le seguía dando impresión, -”Ha visto, ha visto- decía la dueña de la pensión – ya le había dicho yo que Chicho no se podía equivocar que El Miyu lo iba a agarrar”.  –“Milagro que no se lo ha comido- decía La Morocha- Se ve que lo sacudió de tal forma que lo mató pero este gato hambre no ha pasado...”- dijo mirando a Valentina en tono de reproche.  Apareció La Marta y dio una de esas explicaciones que solía dar sobre algo que había visto en televisión acerca de los gatos.  Mientras tanto El Miyu se había acercado un poco al grupo pero aún se mantenía distante.

Si le hubiera alguien hecho la autopsia al ratón, habían sabido que murió de un ataque al corazón y que probablemente ni siquiera era por haberlo visto al gato, tal vez un corazón viejo, tal vez un corazón cansado de correrías nocturnas, nunca se sabrá.

Cerquita del mediodía de ese agitado día, llegó Chicho avisado por la dueña de la casa de lo sucedido, -“le dije!, yo ya le había dicho que El Miyu no nos iba a fallar, es de ley este”, decía henchido de orgullo.  Abrió la bolsa para llevárselo pero los agradecidos habitantes de la casa le rogaron que por esta vez lo llevara alzado como a un bebé la media cuadra que separaba la casa del almacén, –“la verdad que se lo merece, tardó pero cuando lo hizo lo hizo bien”-.  Y ahí se fue El Miyu convertido en un héroe involuntario, en brazos de Chicho y cubierto de caricias que hasta el más reacio le quiso hacer antes de que se fuera, caminando despacito por la vereda y quietito sin moverse ni siquiera cuando pasó un colectivo que hizo sonar la bocina al llegar a la esquina.

La vida en la pensión de Doña Vale siguió, la vida de El Miyu también, los felinos socios nocturnos seguían viniendo cada noche al depósito y él seguía llevándose las palmas, pero el pobre seguía sufriendo cada vez que veía a su dueño acercarse al lugar donde estaba durmiendo con la bolsa para las compras por temor a que algún día lo llevaran a otra parte donde finalmente tuviera que cazar a un ratón.

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