miércoles, 21 de marzo de 2012

EL MIYU. Cuento. 2da parte

La pensión de Doña Vale no ofrecía comida pero los inquilinos tenían disponibilidad,  siempre que fuera en un horario prudente, de la cocina de la casa, en la que podían sea cocinar, calentar agua o guardar alimentos en la heladera, nueva en algún momento pero   que hoy, si bien enfriaba, quedaba un poco extraña al ocupar tanto lugar, sin freezer y con esa gran manija en la puerta que  se debía girar para abrir,  y después cerrar con un golpe porque era tan pesada que quedaba abierta y el frío se iba y el hielo se descongelaba.  Más de una discusión ocasionaba la vieja heladera. Cada inquilino se ocupaba de guardar sus alimentos o las sobras de  los mismos, bien en un pote de esos de plástico o, bien en una modesta bolsita, el problema aparecía cuando algún amigo de lo ajeno decidía que las sobras de otro pintaban buenas y decidía incolsultamente llevárselas; algunos de los  habitantes del lugar decidían no quejarse pero los más quisquillosos presentaban enseguida las quejas a Doña Vale o Don César y entonces ahí era cuando los destemplados gritos inconfundibles de la dueña se empezaban a escuchar en el medio del patio, tratando de descubrir con este método quien había sido el culpable. Nunca se sabía, pero quedaba de sensación de que todos eran responsables.

Con el tiempo la casa se había empezado a deteriorar, si bien cuando Don César recibió la buena nueva que comenzaba a cobrar la merecida jubilación desde Italia, decidieron ampliar el inquilinato, haciendo unas piezas en la planta alta, los malos negocios en que el hijo comenzó a embarcar a su pobre padre hicieron que rindiera muy poco la importante suma que llegaba desde su  tierra natal, por otro lado la salud de Don César comenzó a resquebrajarse  y una diabetes descubierta tardíamente a su esposa hacían que el dinero les fuera cada vez más escaso. En tanto se rompían los baños, se caía la pintura de las paredes y el mantenimiento del viejo lugar se hacía pesado. No obstante esto, la pensión de Doña Valentina era un lindo lugar para vivir, el patio si bien no muy grande estaba lleno de plantas y se cubría de flores en primavera, era un bonito barrio cerca de todo, y por lo general la gente que allí iba a vivir, después de un exhaustivo interrogatorio al que era sometido como condición de ingreso, era buena gente. Doña Vale se jactaba cuando relataba a cada nuevo habitante “en esta casa no entran borrachos ni drogadictos” y aclaraba siempre que además “el que no paga en fecha se manda a cambiar”, sirviendo  más que como una referencia, como una amenaza para el potencial inquilino.

Uno de los problemas más grandes se suscitó cuando debido a un  baldío pegado a la casa, sumado a los viejos pisos de madera de la construcción apareció un ratón, mejor dicho una ratita pequeña en la casa.  Un día Don Walter, el jubilado que ocupaba la pieza cuatro de la planta baja, casi se cae muerto cuando estando en el patio lavando ropa en el piletón, algo le hizo cosquillas en los pies y miró hacia abajo y vio según él, una cola tan larga que pensó que era una culebrita, de esas que se ven en el campo, inofensivas si, pero para quien no acostumbra a vivir por la zona suele pegar flor de espantada. El asunto fue que al pobre viejo casi le da un ataque al corazón, se quedó duro y pálido como una hoja de papel.  Suerte que en ese momento pasaba para el baño La Morocha,  que vivía arriba y como ese día tenía franco en la casa de su patrona, aprovechó para levantarse un poco más tarde y se iba para el baño con los utensilios necesarios para retocarse las raíces de pelo. Ahí fue cuando lo vio a Don Walter temblando  como si se hubiera cruzado al mismísimo demonio y tambaleante tratando de emitir algún sonido. Cuando el viejo no le contestó el saludo, La Morocha se extrañó y se dio vuelta para mirarlo mejor, cuando se encontró con semejante cuadro empezó a gritar diciendo que a su compañero de casa le estaba dando un ataque.  Los gritos fueron tales que todos empezaron a salir de las piezas. Es verdad que a veces había discusiones entre los vecinos, fuera por la cocina o el tiempo se usaban el baño, pero también era muy cierto que todos los que de alguna manera se encontraban hermanados por tener que vivir ahí en vez de conseguirse un lindo departamento y eran muy solidarios, y cuando algo le pasaba a otro todos corrían y estaban dispuestos a ayudar.  Doña Vale corrió con un vaso de agua, María, la de la pieza ocho quería llamar un ambulancia, Ernesto, el eterno buscador de trabajo con poca suerte, trajo una silla y la nuera de Doña Vale, La Marta, pues a la sazón el hijo se había casado y vivía con su esposa allí, trataba de hacerlo  hablar al viejo,  diciendo que había visto por la televisión que cuando alguien tenía un ataque debían hacerlo hablar para que no se convirtiera en algo peor. A alguno le pareció algo raro lo que La Marta decía pero  en ese momento nadie tenía interés en discutir conocimientos médicos. Cuando por fin Don Walter comenzó a recobrar los colores pudo explicar que le había pasado, una vez que dijo que originalmente creyó haber visto una culebra pero que después cayó en la cuenta que en realidad lo que había visto era un ratón, La Marta, María y La Morocha comenzaron a proferir más gritos, el escándalo era cada vez más grande y por un momento se pensó que al viejo le iba a dar otro ataque, (más tarde explicaría que por una mala experiencia cuando era chico donde su padre lo había encerrado en el sótano de la casa natal donde había más de un roedor, desde ese momento había desarrollado una fobia tal a esos animales, que no podía tolerar ni siquiera verlos en la foto de una revista).  La dueña de la pensión trataba de calmar los ánimos con poca suerte, las mujeres estaban embravecidas por la supuesta presencia del ratón en la casa y la posibilidad de cruzárselo en cualquiera de los rincones por sonde pasaban las hacía enojarse aún más.  Salieron entonces a relucir todos los problemas con que se encontraban los pensionistas todos los días, que la puerta de entrada estaba rota, que costaba poner la llave y se trababa dejando a más de uno afuera, que  las paredes de la piezas estaban descascaradas por la humedad, que dos baños era muy poco para las cinco piezas del piso de abajo, que el inodoro se tapaba con frecuencia y nadie lo arreglaba, pero que ahora con lo del ratón ya era demasiado, -“Quien sabe cuantos habrá”, dijo una de la mujeres, -“Y, -dijo otra- está infestado seguro”- , a lo que La Marta agregó –“Yo escuché en la televisión que nacen de cada ratón 30 hijitos por mes, así que calculen”.  Nunca se supo de donde sacaba este tipo de información la nuera de la dueña, pero alguno se quedó aquel día pensando que seguro que del mismo canal donde vio aquello  de que a los que tienen un ataque hay que hacerlos hablar.
                                                                                                                                                  
Los días corrieron y el amigo roedor hizo dos apariciones públicas más pero por suerte fue de noche cuando Doña Vale se levantaba a dar una vueltita por el patio para ver si todo estaba en orden por la casa y para vigilar que ningún visitante de los inquilinos se hubiera quedado a dormir sin su consentimiento.  La costumbre le había quedado de su marido, que era quien se ocupaba de esto antes, pero para la fecha Don César hacía ya dos años que había dejado este mundo, tenía casi ochenta y seis años al momento de su fallecimiento  y la edad y una neumonía le habían jugado una mala pasada  y todos los que lo conocían habían sentido mucho  su muerte, era un  poco rezongón pero bueno  y Doña Valentina había quedado a cargo de todo, apenas contaba con la ayuda de su nuera, una buena chica y trabajadora pero que no tenía demasiado tiempo porque criaba dos hijos pequeños y estudiaba en la escuela nocturna para recibirse de bachiller.  El hijo decía que tenía un trabajo como encargado de una tornería, pero los escasos conocimientos, por no decir ninguno, que tenía él acerca del torno y las veces que se quedaba durmiendo sin levantarse hasta pasado el mediodía hacían pensar o que se trataba de un taller donde se trabajaba  muy poco o que en realidad el que no trabajaba era él.  El tema fue que en estas salidas nocturnas de la señora fue cuando se cruzó con el ratón, ella no le tenía ningún miedo, cuando ella era chica en el campo donde se crió había  y nunca les había tenido la mínima aprehensión.  El nuevo habitante de la casa era bien escurridizo y a pesar que había intentado correrlo con una escoba se le había escapado. Sabía que en algún momento alguno de los pensionistas lo encontraría y comenzarían las quejas otra vez y eso no convenía, además del mal momento, la amenaza de irse estaba latente y si hacían correr la noticia espantaría a posibles candidatos a ocupar las piezas.
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El punto era que la casa tenía pisos de madera y si bien no tenía sótano como todas las viejas casa de la ciudad entre el piso de madera y   la carpeta quedaba un espacio y por allí corría una noche el ratón cuando La Morocha lo escuchó, eran como pequeños golpecitos y una corridita  rápida pero fue suficiente para que la mañana siguiente antes de irse a trabajar le presentara las quejas a la propietaria y a la tardecita cuando volvió se ocupó de poner en autos a los vecinos. Cada vez que nombraban al animal a Don Walter se le iban los colores y se apoyaba en la pared del patio porque comenzaba a tambalearse con la sola mención. El problema se iba a hacer más grande. Doña Valentina lo vislumbraba cada vez que salía al patio y veía  a dos o tres pensionistas susurrando y se callaban cuando ella llegaba. –“Pensar que estos se matan cuando uno le saca las cubeteras de hielo al otro y ahora están tan amigos”, reflexionaba. Sabía que tenía que tomar alguna medida.
Averiguó el precio de los raticidas en la ferretería y le parecieron excesivos, le preguntó al empleado si no había algo más económico, no quería invertir demasiado,  últimamente cuidaba mucho el dinero, sabía que no sobraba y no podía cobrárselos aparte a los inquilinos, aunque esa idea se le cruzó por la cabeza.  Le hablaron de la trampa tradicional, la trampera pero tenía que ponerle queso y la verdad que se había convertido en estos tiempos en un artículo suntuoso, pensaba que si lo compraba era para ella no para el ratón.
Se decidió entonces por los “venenos caseros” que le había recomendado una vecina de esas que nunca faltan en el barrio, que se enteran de todo y que como no iba a ser de otra manera se había enterado del acontecimiento de la cuadra que era “que lo de la Vale se había llenado de ratones”. La vecina comedida le dijo que si ponía en cada rincón de la casa una rodaja de pepino y le pinchaba un palillo con una hoja de laurel atravesada eso era suficiente para que “los ratones” se fueran en busca de otras casas, no se morían pero se iban.  Como era realmente barato la idea la convenció y ese mismo día estaba preparando la receta de la vecina, no se sabe qué era lo que supuestamente ahuyentaba a los ratones, si el olor del laurel, si mordían el pepino y no les gustaba, o si algún designio los hacía huir de sólo ver el preparado.  No se supo y no se sabrá   pues al animalito no pareció hacerle mella  pues seguía correteando por la casa alegremente, burlándose del  mágico preparado.
                                                                                                                                                  
El asunto se puso espeso cuando La Morocha disgustada anunció que a fin de mes se iba. Unos días habían pasado sin que se escuchara queja alguna pero una fría mañana de julio entró a la cocina de la dueña y aclaró que contra los vecinos no tenía reclamo pero que había ya soportado muchas cosas en pos del cariño que le tenía a la familia propietaria de la casa pero que lo del ratón era demasiado, significaba que allí había suciedad –“...si no los ratones no le entran, doña Vale...”. Había conseguido por recomendación de la casa donde hacía los quehaceres una pensión que si bien era un poco más cara, era limpia, limpia, limpia.  Lo repitió porque así causaba más efecto.  La dueña le pidió, casi le rogó, que no se   fuera, que le diera un par de días y que ella  iba a resolver todo esto.

Decidió al fin gastar unos pesitos más e intentar con la trampera, haría el sacrificio, compraría queso y al fin... el problema estaría finiquitado.

Después de varios intentos fallidos preparando la trampa, hasta en uno de ellos se atrapó los dedos, la colocó en un lugar estratégico, detrás del tarro de los residuos en la cocina, al lado había un sumidero no muy bien tapado y se aseguró a ella misma que por allí saldría la bestia que tantos disgustos le estaba dando y                            
“listo el pollo, pelada la gallina!”.

Pasaron los días que le había prometido a La Morocha y el alegre ratoncito seguía con sus andanzas. La Morocha empezaba a mirarla mal y volvieron las reuniones en el patio. Trataba Doña Vale de ni siquiera ir al patio para no cruzarse con los inquilinos, es más, uno de los inquilinos le fue a pagar el mes de alquiler y le pidió a La Marta que lo atendiera para evitar una nueva queja. De noche seguían escuchándose los ruidos debajo de la madera pero de atrapar a la bestia, nada.

La a esta altura mortificada dueña fue al almacén de Chicho. Chicho se caracterizaba por, según los vecinos, saber de todo, siempre se estaba enfrascando con algún habitué en discusiones sobre política, religión o cómo  podar una planta, pasando por cómo defenderse de ataques de un ladrón o a qué escuela debían ir los chicos. Chicho sabía de todo y entonces Doña Vale le explicó el problema que tenía pidiéndole por supuesto la reserva del caso, no   fuera que se le espantaran más inquilinos. –“No  se preocupe, que mañana le llevo la solución” -,  dijo. Valentina se fue a su casa,  esperanzada  tratando de  ese día poder conciliar el sueño que le venía siendo esquivo por ese tiempo, las pastillitas rosas que le había recetado el médico de la obra social –“para poder descansar mejor”- le había dicho, no estaban dando resultado.

A la mañana siguiente Chicho apareció con una bolsa de esas    que se usan para las compras en  la feria de las verduras, entró a la cocina de la casa, ante la sorprendida  dueña que veía que la bolsa se      movía  agitadamente.  Más grande fue su sorpresa cuando al abrirla  salió un gordo y asustado gato negro con manchas blancas. –“Acá tiene su solución, Doña Vale, El Miyu.  A este gato lo tengo en el depósito de atrás del almacén donde guardo la mercadería y le juro Doña Vale que no hay ratón o rata  que El Miyu no haya agarrado. Desde que apareció solito en el depósito cuando era chiquito, me ocupo de darle comida y el se ocupa de las ratas.”- Después que le contó todas las bondades de El Miyu le dijo que se lo dejaba hasta que solucionara “el problemita” y después que le avisara y en la misma bolsa con que lo había traído, lo venía a buscar.

El pobre gato después que se le pasó un poco el susto del encierro en la bolsa y el traslado, sabido es que a los gatos les gusta trasladarse de un lugar a otro pero no con este método, salió a inspeccionar un poco. Suerte que entre los pensionistas no había nadie que le tuviera temor o alergia y rapidamente todos se fueron aclimatando al nuevo inquilino.

Tenía suerte El Miyu, con la esperanza que hiciera su trabajo todo el mundo lo trataba bien y alguno hasta con cariño cuando entraban a las piezas y se lo encontraban durmiendo arriba de la cama muy comodamente.  Dicen que los gatos duermen 18 horas por día, pues bien, El Miyu dormía veintidos.  Se lo estaba pasando a lo grande, comía, dormía, nadie lo pateaba, como a veces le pasaba en el almacén cuando se ponía un poco exigente porque se olvidaban de darle su alimento diario, estaba relajadísimo.

   Las apariciones de la ratita seguían existiendo, cada vez con más frecuencia y lo único que se había visto cazar a El Miyu era alguna que otra cucaracha.  En realidad cazar es una expresión, lo que hacía era jugar un poco con el insecto, sacudirlo de acá para allá, colocarse en posición de caza, esperarlo cuando se metía detrás de alguna maceta, hasta que la cucaracha quedaba inmóvil, entonces cuando se acababa  la diversión se retiraba nuevamente a reposar.  Curiosamente nadie se había quejado jamás por las cucarachas así que la verdad poco le importaba a nadie las andanzas del gato con los insectos.

Corrió un mes entero y  no pasaba nada. El Miyu estaba cada vez más gordo y dormía cada vez más, pero de cumplir con el cometido indicado, nada.

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